Como si fuese una escenografía que aparece y desaparece según el acto, una ciudad fantasmagórica, rascacielos agazapados detrás de una espesa capa de podredumbre. Lo mismo al despertar descubrías que el edifico vecino ya era visible, para en plena comida notar que de nuevo se había extraviado entre la contaminación.

Así se vivía en Beijing en 2008 cuando los Olímpicos se acercaban, más o menos así se continúa viviendo ahí por mucho que las autoridades chinas insistan lo contrario.

Por ello, a raíz de los meses que fui corresponsal en Beijing, mi idea de la contaminación cambió. En una capital mexicana en la que el parámetro empírico siempre ha sido si se alcanzan a vislumbrar los volcanes que nos rodean, mi pesimismo pretendía mesura: nada tan extremo como aquellos días pekineses en los que olvidaba el color de una fachada a no más de cincuenta metros de mi escritorio –como si el veneno que se respira en Beijing nos consolara por lo que desde demasiados años atrás metemos a nuestros chilangos pulmones.

Académicos mucho más cualificados que un servidor podrán enumerar causas y diferencias de partículas ante la contingencia actual, mas esta semana puedo decir que el drama de Beijing ya está en nuestra ventana.

Por años, China se opuso a todo protocolo ecológico, argumentando que su industrialización inició más tarde que la de las potencias occidentales y que de ninguna forma estaba dispuesta a frenar su crecimiento de dos dígitos (noción absurdamente aceptada por el entonces recién proclamado Nobel de la Paz, el ambientalista Al Gore: “Economías emergentes como China tienen justificación para detenerse al combatir gases de efecto invernadero”).

Sin embargo, el precio era tan claro como opaca su atmósfera y pestilentes sus aguas. En alguna ocasión, visitando un barrio tradicional o hutong, me vi sorprendido por una laguna amarillenta en la que una mujer lavaba la ropa. No sería hasta 2013 cuando el régimen chino admitiera la existencia de esas Cancer Villages. Ni hablar de salir a correr por las calles en un horario que no fuera demasiado tarde (hacia la medianoche) o demasiado temprano (hacia las cinco de la madrugada). Intentarlo en otro momento era casi suicida.

Por ello, la actividad de industrias y transportes pesados en Beijing se impidió del todo en días que precedieron a las pruebas olímpicas más expuestas como maratón, marcha y ciclismo de ruta. Una década después estamos ahí y no es por casualidad: la semifinal entre América y León se pospone, pero la vida no…, y así nos va.

De preocuparnos por no ver el volcán, a aceptar que nuestro vecino se difumina. Así esta ciudad.

Twitter/albertolati

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