Basta con hacer un recorrido, virtual si se quiere, por los aeropuertos de las principales capitales del mundo, las de nuestros socios del G20, las de América Latina, las exóticas de Medio Oriente o las desconocidas de Asia Central para concluir que las terminales aéreas son un termómetro de la nación que las alberga.
El aeropuerto de la Ciudad de México es, por mucho, uno de los más desastrosos del mundo, por el estado en el que se encuentra, por los servicios que ofrece y el trato que da a los pasajeros, nacionales y extranjeros. No existe central aérea en el planeta que se encuentre en el estado de degradación progresiva como la terminal 2 del AICM, cuya edificación de carácter provisional no ha tenido la inversión suficiente para mantenerla en condiciones mínimas de seguridad e imagen.
Aunque las autoridades aeroportuarias de la capital se nieguen a aceptarlo, el olor fétido que de él se desprende, presente a cualquier hora, es la bienvenida que este complejo brinda a quienes lo visitan. No se hable de los desniveles que se han formado con el paso del tiempo, preocupantes por su visible inclinación, que hacen evidentes los problemas estructurales que se registran en esa zona, o de plafones que no tardan en caer encima de algún pasajero distraído.
Y como van las cosas, no hay para cuándo la Ciudad de México pueda contar con un aeropuerto digno, seguro, moderno y que represente lo que somos como país: la décimo quinta economía mundial y a la vanguardia en obras de infraestructura. Si se tuviera que encontrar algún proyecto con mayor improvisación que el de nuestra actual terminal aérea, no habría que buscar mucho, bastaría con revisar el plan del gobierno del presidente López Obrador para hacer de la base militar de Santa Lucía el nuevo complejo capitalino.
Después de la pésima señal que representó para los inversionistas la decisión unilateral -porque eso fue- del gobierno de Andrés Manuel López Obrador de cancelar las obras del nuevo complejo aéreo, el proyecto de Santa Lucía se encuentra parado tras la decisión de un juez federal, quien concedió la suspensión definitiva de esta obra en beneficio de un grupo de particulares que decidieron promover amparos en contra del plan oficial.
La justicia federal, de la que habría que celebrar su independencia, consideró que el proyecto no puede continuar mientras no cuente con los dictámenes ambientales y en términos de patrimonio histórico o arqueológico, que sustenten la obra. Esto quiere decir que el Gobierno federal inició estos trabajos -incluso con un evento inaugural encabezado por el presidente López Obrador-, sin contar con los estudios técnicos, financieros y ambientales que la ley exige para este tipo de trabajos.
El desastre en el que se encuentra el actual aeropuerto capitalino y la improvisación que ha prevalecido en las decisiones para la cancelación de Texcoco y la sustitución por Santa Lucía es uno de los peores mensajes que el país ha enviado a los inversionistas de México y el mundo.
Se trata, por donde se le vea, de uno de los desperdicios de recursos más grandes de la historia. Santa Lucía y la terminal alterna en el actual aeropuerto costará aproximadamente 385 mil millones de pesos, según estimaciones del Colegio de Ingenieros Civiles de México, que algo le saben al tema. Es 66% más caro de lo que hubiera implicado continuar con el NAIM. De no creerse.
Segundo tercio. ¿Se aventarán los titulares de las Secretarías del Medio Ambiente y de Cultura la responsabilidad de avalar Santa Lucía, así como está?
Tercer tercio. Escuchar el nombre de Javier Jiménez Espriú explica el desastre aquí descrito. Y ahí siguen, el desastre y el secretario.