Si unos sólo saben jugar desde la resistencia y otros desde la inventiva, Argentina lo hace desde la confusión.

 

Como uno de esos personajes peliculescos con estrés postraumático, la albiceleste busca respuestas acariciándose el mentón y perdiendo los ojos en la nada. Perpleja y desorientada, medio que escucha preguntas sobre su pasado –¿Cómo te llamas? ¿Qué te pasó? ¿A dónde vas?–, para concluir que lo ignora, que cayó en esa cancha cual títere o autómata, que patea el balón desprovista de toda voluntad y resignada a lo peor.

 

Uniforme arrastrado mes a mes, sea en esta Copa América frente a Colombia, sea en amistosos recientes como contra Venezuela, sea en la Copa del Mundo contra Islandia, sea en eliminatorias contra cualquiera que le apriete un poco.

 

Intentando ordenar sus pensamientos, escarbando en sus recuerdos, notando a cada instante más sitios de dolor, nuestro personaje peliculesco se descubre (o eso cree) las barbas de Messi en el mentón que acaricia. Al tiempo, vuelve a escuchar aquella declaración de Lionel en junio de 2016, tras perder por tercer año consecutivo una final: “Pensé que se terminó para mí la selección. Que no es para mí”.

 

¿Y si, de verdad, no es para él? ¿Y si tantísimos años desde su partida a Barcelona han abierto un abismo entre el 10 y su equipo nacional? ¿O si, más bien, Messi es la primera víctima de ese caos y no su primer causante? Me inclino por la última opción.

 

Se espera que esa selección argentina que ha cambiado de entrenador siete veces en nueve años y cuya absurda federación tuvo en 2015 unas elecciones a la presidencia con más votos que votantes, obre milagros. ¿Por qué? Primero, porque la mitología de las pampas ha concluido que Maradona los hizo, lo que devuelve el tema a Messi.

 

Segundo, porque bajo pretexto de creerse triunfadores (algo rebatible a 26 años de su último trofeo), nunca supieron perder ni, por ende, aprender de la derrota.

 

¿En qué momento se echó a perder una selección considerada ganadora e imponente? Acaso en el Mundial 2002, cuando disponía de su mejor generación (Batistuta, Verón, Crespo, Ayala, Samuel, Simeone, Zanetti, Ortega, Aimar) y no superó la primera ronda. Desde entonces salta a cada torneo con una extraña mezcla entre soberbia y fatalismo.

 

La Argentina que supiera de memoria como jugaba y alzaba cual estandarte la ideología del profeta que la dirigía, de menottismo o bilardismo ha pasado a nihilismo. Y con ella, nosotros al verla. Jugando así, imposible creer en algo…, más que en el estropicio necesario para desperdiciar la zurda de Messi.

 

 

 

jhs

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