Marcelo Ebrard brilló, y se deslumbró, en Osaka, Japón. Sin embargo, nada de lo que pudo haber dicho o hecho tendrá la más mínima trascendencia si su jefe, el presidente Andrés Manuel López Obrador, no le parece importante.
Claro que debió haber estado López Obrador ahí, en la cumbre del G20, porque es su obligación representar a México en estos importantes organismos de concertación mundial.
Quedó claro que todo es un asunto de personalidad presidencial, porque no hay forma de argumentar que era más importante que López Obrador se quedara a atender su conferencia mañanera para responder preguntas del calibre de lo injusto que es que en México haya tan poquitas vacaciones.
¿Era más importante para López Obrador organizar una consulta a mano alzada entre los reporteros para saber si querían ayer lunes conferencia mañanera, que arreglar por la cara los diferendos con Canadá, con su primer ministro, y con Estados Unidos, con su Presidente?
El canciller Ebrard lo ha hecho bien dentro de sus limitadas funciones. Pero nada de lo que haya podido acordar el secretario de Relaciones Exteriores tiene validez. Nadie en el gabinete del Presidente de México tiene hoy poder de decisión en ningún asunto, por mínimo que sea.
Además, tanto internamente como en el exterior se mina cada día más la confianza en la actual administración.
El mundo en el que se quiere seguir desenvolviendo el Presidente no es el de los dignatarios más influyentes del planeta, en reuniones donde se tomen decisiones de impacto global.
El lugar de Andrés Manuel López Obrador lo vimos ayer por la tarde en el Zócalo de la Ciudad de México. En el mitin político, ése que sabe a campaña electoral, donde nadie le opaca, donde lo que hay son sus “otros datos”.
En la cumbre del G20 seguro hubiera recibido cuestionamientos por su política migratoria, por no respetar los contratos firmados en el marco de las leyes mexicanas e internacionales. Sin duda habría sido cuestionado sobre las decisiones más arbitrarias que ha asumido en este año de Gobierno informal, desde que desapareció el ex presidente Peña del escenario político la noche misma del 1 de julio de 2018 y los siete meses de Gobierno constitucional.
Pero en la plaza pública, frente al pueblo bueno, desde la tribuna de una sola voz amplificada por enormes bocinas, ahí no hay riesgos. Ahí hay el Andrés Manuel de siempre, pero desde la cumbre alcanzada ahora.
La única lluvia que se dio anoche en el Zócalo fue la de los otros datos del Presidente, ésos con los que pretende que su clientela vea que desde su óptica aquí no pasa nada.
La desaceleración económica que dejan ver los datos oficiales, la creciente desconfianza hasta de sus propios aliados son parte de una conjura que, a los ojos presidenciales, parte de la añoranza de la mafia del poder de regresar a los tiempos del neoliberalismo. La retórica sobre la razón.
Ebrard recibió un intensivo curso de alta diplomacia en Japón, y no dejó vacía la silla mexicana. Pero las decisiones se toman desde esa tribuna del Zócalo y con esas motivaciones con tintes más de contienda electoral que de conducir este país tan complejo.