Imaginemos que a cada atardecer en la isla de Santa Elena, justo cuando Napoleón se dispusiera a coleccionar mariposas en su retiro, emergiera por los mares el duque de Wellington desafiándolo a una nueva confrontación.
O que, por mucho que un veterano Anatoly Karpov intentara llevar una vida ajena a los estreses del ajedrez, a cada paseo entre jubilados por el Parque Gorki, se topara de frente con Garry Kasparov ya con las piezas instaladas en el tablero para retarlo.
O William Shakespeare con Christopher Marlowe, Lope de Vega con Miguel de Cervantes, Leonardo con Miguel Ángel, amarrados perpetuamente a un nuevo encuentro tan enésimo como inescapable.
Así Roger Federer y Rafael Nadal tantísimos años y tantísimas heridas después. Para cuando el común de los lectores reciban este texto, ya se sabrá el desenlace de su duelo número cuarenta. Si el suizo pudo vengar en su pasto la última afrenta recibida a manos del español en su arcilla, o si, como ha sido muy a menudo desde que se descubrieron en 2004 (ahí un desconocido diecisieteañero Nadal eliminó en Miami al ya clasificado 1, Federer), se imponga Rafa.
En todo caso, en la medida de lo que permiten las pasiones de esta rivalidad, lo recomendable habrá sido disfrutar el partido; por un momento no desear ni aciertos de uno ni yerros del otro, escapar a la montaña rusa de emociones y atender con la nostalgia de lo que aún continúa siendo.
Cuando se enfrentaron en la final del Abierto de Australia a inicios de 2017, pensamos que esa excepción confirmaba el inminente final. Con el de este viernes, desde entonces ya se habrán encarado en otras seis ocasiones, aunque asumiendo que más pronto que tarde esto terminará.
Pese a la diferencia de edad (Federer muy próximo a los 38; Nadal ya cumplió los 33) quizá la única forma de que se retiren será juntos y cómplices, mano a mano. Tener a uno sin el otro sería contradecir al orden de las cosas. Por ello, en lo que se hace inevitable el adiós, sus contemporáneos no tenemos más que gozarlos. Si gana Roger o si gana Rafa, si uno amplía su ventaja en el liderato histórico de títulos de Grand Slams o si el otro recorta a sólo un trofeo la distancia, al paso de los años dará lo mismo.
De la Guerra de Troya solemos conocer mejor las gestas que los ganadores. Pues eso. Napoleón todavía no puede dedicarse a coleccionar mariposas en Santa Elena: en el tenis, el duque de Wellington siempre regresa.
Twitter/albertolati