Él probó las mieles del poder y el reconocimiento mundial; ocupó la Presidencia de una nación -el máximo cargo que todo político aspira en su carrera-, en dos ocasiones; la primera vez sólo tenía 36 años edad.
Tiempo después, la admiración se transformó en epítetos y acusaciones.
Era investigado por tráfico de influencias y actos de corrupción relacionados con la constructora brasileña Odebrecht, un caso que ha involucrado a funcionarios de primer nivel de gran parte de América Latina por recibir sobornos a cambio de otorgar contratos públicos.
Alan García fue inculpado por los delitos de lavado de activos y colusión agravada por el Poder Judicial de Perú. Le impidieron salir del país; el también destacado orador pidió asilo diplomático a Uruguay en noviembre del 2018, pero lo rechazaron.
El 17 de abril de este año fue ordenada su detención preliminar ante el Poder Judicial, convirtiéndose en su sentencia de muerte: el político decidió terminar con el infierno que para él representaba el juicio y el escrutinio popular quitándose la vida ese mismo día.
En su primer periodo (1985-1990) fue admirado por disminuir la inflación rápidamente: en tan solo cinco meses logró reducirla de 12.5% a 3.5%, además de otorgar un aumento salarial del 18% para los trabajadores. Casado con una cordobesa, diarios argentinos retomaban una frase común en los 80s: “Patria querida, dame un presidente como Alan García”.
Pero lo que inició como una esperanza para el país con García, terminó en una crisis económica que perjudicó a miles de peruanos y abrió camino al triunfo de Alberto Fujimori.
De ese primer tropiezo se levantó, y aunque gobernó de nuevo de 2006 a 2011, los señalamientos por malos manejos no dejaron de ser su sombra. El sueño de liderar una nación -alcanzado dos veces-, terminaría no sólo con su tranquilidad, sino con su vida.
“Nunca podría haber precio suficiente para quebrar mi orgullo de peruano”, escribió el mandatario en su carta de despedida, pero sus errores se lo cobraron muy caro; el precio fue su vida.
LEG