Siempre aferrada a actuar el papel de ONG, a ser percibida como casco azul en misión pacificadora de la ONU, la FIFA divulgó que compartiría la sede del Mundial 2002 para contribuir a algo así como la armonía de los pueblos.
Aunque la verdadera razón para dividir el torneo no era la paz sino el dinero a ser ingresado, así pretendió venderse Corea-Japón 2002. ISL, empresa encargada de explotar los derechos comerciales de la FIFA, estaba por reventar tras años de ser exprimida su caja por muchas manos (finalmente tronaría en 2001). Bajo ese contexto, el presidente Joao Havelange decidió que la salvación estaba en los sólidos patrocinadores nipones y en ampliar sus audiencias al Lejano Oriente. De forma inesperada, Corea del Sur también se obstinó en organizar el primer Mundial asiático y gastó tanto como Japón (una barbaridad jamás vista) para albergar el certamen; como contrapeso a Havelange, los coreanos contaban con el respaldo del titular de la UEFA, Lennart Johansson, como parte de su alianza con el magnate coreano Chung Mong-joon, dueño de Hyundai y por entonces vicepresidente de la confederación asiática.
A las interminables tensiones entre estos vecinos –si la ocupación japonesa de Corea entre 1910 y 1945, si las relaciones diplomáticas apenas retomadas en 1965, si el tremendo daño generado por el ejército nipón, si la sensación coreana de que el gobierno en Tokio continuaba renuente a admitir sus excesos en la península), ya se habían añadido unas cuantas con deporte de por medio.
Por ejemplo, cuando la diplomacia de Corea derrotó a la de Japón al incluir en el programa olímpico su taekwondo, adelantándose al karate nipón. O el recuerdo de Son Kee-chung ganando la maratón de los Olímpicos de Berlín 1936, con nombre japonizado (Son Kitei) y reacio a ondear la bandera a la que la política le había obligado a representar, la del sol naciente, años de la invasión.
Así que la pugna por el Mundial 2002 entró en ese sendero. Si el torneo funcionó fue por el músculo económico y organizativo de dos naciones, viéndose con recelo y renuentes de lleno a cooperar.
Para colmo, a un año de la inauguración, Japón publicó libros escolares que no enfatizaban las tropelías de su ejército durante la ocupación. Miles de coreanos se manifestaban exigiendo la cancelación del Mundial; el emperador Akihito respondía amagando con no acudir a la inauguración en Seúl.
Casi un par de décadas y, como era de esperarse, el futbol no ha sanado esa relación. Lejos de eso, hoy están más distantes que nunca. Esta semana Corea ha quitado a Japón su rol de socio comercial privilegiado, Japón ha recomendado a sus ciudadanos tener precaución al visitar Corea y el gobierno en Seúl exige que las empresas japonesas indemnicen a los hijos de quienes fueron sometidos a trabajos forzados en los años treinta.
Como colofón una anécdota: en la FIFA comprendían tan poco de la dificultad de ese Mundial compartido que propusieron abrir las fronteras para que los coches se movieran libremente; nadie les avisó que un mar separa a la península coreana del archipiélago nipón.
Si no entendían de geografía, imposible exigirles de geopolítica.
Twitter/albertolati