¿Quién no conoce a la activista ambiental sueca, de escasos 16 años, Greta Thunberg? Acapara la atención mediática del mundo entero, concede entrevistas sin cesar, interpela a políticos de alto rango, pronuncia incendiarios discursos ante foros tan imponentes como el Parlamento Europeo o la Cumbre de Davos, casi siempre enfundada en su chamarra amarilla luciendo sus características coletas que la hacen ver como una niña de primaria.

 

Antes de las vacaciones escolares faltaba un día a la semana al colegio para protestar contra el cambio climático. Rápidamente sus “huelgas escolares para salvar la Tierra” inspiraron a decenas de miles de jóvenes, primero en su natal Suecia, posteriormente en el resto de Europa. Muy pronto la marea verde liderada por la adolescente escandinava se convirtió en un movimiento planetario.

 

Durante meses y meses cada viernes la lideresa del “FridaysForFuture” sacaba a las calles en cientos de ciudades de todos los continentes a multitudes de chavos con pancartas: ¿para qué diablos estudiamos si no tenemos futuro?, “deseamos vivir en un planeta habitable” o “sé parte de la solución, no de la polución”. Me consta porque tengo una hija adolescente que se preparaba casi religiosamente para participar junto con sus contemporáneos en “los viernes de Greta” en París. Para convencer a la clase política de la urgencia de actuar para limitar el calentamiento global.

 

Nació una estrella, una heroína del clima que saca del letargo a muchos en esta época de desasosiego en la que nos toca ver la selva del Amazonas ardiendo sin control, el primer glaciar islandés derretido por culpa del cambio climático, sin olvidar la ola de calor que sofocó recientemente a Europa con récords históricos.

 

Greta no come carne, no compra ropa nueva y se niega rotundamente a viajar en avión, para no quemar combustibles fósiles. Los traslados de larga distancia siempre los ha hecho en tren. Su viaje ida y vuelta Davos (Suiza)-Estocolmo (Suecia) duró… 66 horas. El transporte ferroviario no contaminó, pero alguien se ha preguntado ¿cuánto costó la calefacción del tren, la comida ingerida por su equipo en todo ese tiempo, el pago del personal que atendió a la delegación?

 

Ahora mismo Greta Thunberg atraviesa el Atlántico (en un pequeño velero, propulsado por el viento y la energía solar), va rumbo a Nueva York, donde hablará de la crisis climática, en la mismísima Asamblea General de la ONU. El barco pertenece a Pierre Casiraghi, el hijo de la Princesa Carolina de Mónaco. Pierre, ya bautizado como “el Príncipe Ecologista de Greta” se encuentra a bordo.

 

A la joven sueca la acompañan también su padre, dos marineros profesionales y un cineasta que realizará un documental sobre la insólita odisea de cinco mil kilómetros y más de dos semanas de duración.

 

Se nos dibujó una imagen más que perfecta. Un viaje limpio “cero emisiones” de CO2, respetuoso con el medio ambiente. ¿Pero realmente contaminará menos que un simple vuelo? La polémica adquirió dimensiones insospechadas cuando el portavoz del capitán, el célebre regatista alemán Boris Hermann, dio a conocer que una parte del equipo de Greta se desplazará a Nueva York en avión para llevar el barco de regreso a Europa. También Hermann regresará a casa volando. En total, para la operación “ecológica” de la sueca se utilizarán seis vuelos aéreos, que sí dañarán al planeta. Pero, bueno, aquí, más que de opciones prácticas, se trata de exhibir un poderoso símbolo. Ojalá que resulte útil.