Los tratados de Ciudad Juárez firmados en 1911 por Francisco I. Madero y Porfirio Díaz significaron una victoria del grupo revolucionario. Al signarlos, Díaz aceptó dimitir a la Presidencia de México, dando paso a un nuevo proceso electoral en el cual Madero logró convertirse en Presidente. Sin embargo, el andamiaje democrático nacional era muy endeble, y en muy corto tiempo la clase militar que se oponía al cambio de régimen —encabezada por Victoriano Huerta— asesinó a Madero y se hizo con el poder a través de las armas, tomando por la fuerza lo que la democracia le había negado.
Las acciones de Huerta fueron contrarrevolucionarias, pues mediante ellas intentó regresar al statu quo que por tanto tiempo le benefició. Se trata de un fenómeno común que históricamente ha estado presente cuando suceden los grandes cambios sociales. En el caso mexicano, la contrarrevolución conllevó a un proceso de enfrentamientos armados que dejarían una cicatriz notoria en el país y que, de alguna manera, se moderaron con el triunfo de los constitucionalistas, dando paso al establecimiento de un nuevo régimen que sentó las bases institucionales.
Durante ese régimen salido de la Revolución, los movimientos sociales fueron cada vez más controlados y administrados por las mismas autoridades para mantener la apariencia de orden y armonía en el país. Sin embargo, en el fondo de las conciencias existía un descontento cuyo grado de ebullición fue alcanzado al final de la década de los sesenta. El movimiento estudiantil de 1968, coincidente con otros similares alrededor del mundo, puso en evidencia que en México existían visiones distintas a la que el régimen de entonces quería imponer, y también el alto grado de autoritarismo y represión que estaba dispuesto a ejercer, con tal de que esas otras visiones fueran silenciadas.
En el actual cambio de régimen, el proyecto de nación ha heredado esta lucha social para reivindicar la legitimidad y la importancia de escuchar el total de las voces plurales que en nuestro país coexisten. Sin embargo, como en el pasado, hay fuerzas contratransformadoras que se oponen a que estas voces sean escuchadas y a que México transite a una democracia representativa funcional. Son estas fuerzas las que empañan con violencia las manifestaciones pacíficas, generando tensiones al interior de los grupos para tratar de deslegitimar tanto sus consignas como la efectividad del gobierno para escucharlas.
Al respecto, debemos permanecer vigilantes. El tono violento de quienes se oponen a la transformación puede permear en nuestra sociedad, creando un ambiente de descontento y de menosprecio a estos movimientos, y a la relación entre la sociedad y sus instituciones. Sin embargo, en el proceso de la Cuarta Transformación de la vida pública del país, ante la violencia y los actos antidemocráticos de unas cuantas personas se impondrán el diálogo, el consenso y la esperanza. A través de las instituciones democráticas se consolidará el nuevo régimen.
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