Nada es tan difícil como no engañarse a uno mismo
Ludwig Wittgenstein
Ocultando y, sobre todo, ocultándonos que sabemos que nos mienten, decidimos aceptar las mentiras, no solo para que acepten a su vez las nuestras, sino, y ante todo, para que se vean cumplidas nuestras expectativas, sean personalmente generadas o inducidas directamente por otros. Lo cierto es que la regla es la frustración.
Es tan difícil confesarnos que negociamos nuestras relaciones con la moneda de la mentira, que la solución es creérnosla como si fuera verdad, pero eso no le quita su calidad de falacia. Lo común es, pues, el autoengaño. Pero es tan frágil y tan desgastante sostenerlo, que termina invariablemente en lo que conocemos como desengaño o desilusión, particularmente en su faceta de, como ya lo dije, frustración, es decir, se malogra lo que se esperaba, se priva de lo que se deseaba.
Pocas cosas hay tan peligrosas para el ser humano como la frustración de sus deseos. El deseo es la fuerza motriz de cualquier persona. La energía vital está compuesta de deseo. Quien nada desea solo desea la muerte.
Cuando no pueda o no quiera usted pararse de la cama una mañana, pregúntese qué deseo ha abandonado, que frustración se lo ha devorado, a qué anhelo ha renunciado.
Manipulando deseos es como los grandes líderes del mundo, buenos o malos, controlan masas. Manipular no siempre tiene un fin perverso. Puede hacerse con buenas intenciones. El resultado, eso sí, no depende de la finalidad que se tenga.
Lo importante es entender que la manipulación es posible porque el ser humano continúa creyendo que la satisfacción de sus deseos está fuera de sí mismo, colocada hoy, en la agonizante modernidad, en los bienes materiales. La naciente posmodernidad, sin embargo, nos indica incipientemente que las expectativas estarán enfocadas específicamente en el servicio que nos provee la tecnología, sea propia o prestada.
Los créditos al consumo masivo le apostarán a la acelerada caducidad de adminículos que nos allegaremos para “satisfacer” nuestras necesidades materiales y emocionales, objetivo, en este último caso, que estará cada vez más lejano, pues el vehículo para alcanzarlo es justamente el intermediario que lo obstaculiza.
El desengaño, personal y colectivo, será, como ya lo es, el pan nuestro de cada día. En sociedades con altos índices de descontento por desengaño, la violencia civil crecerá. Ha sucedido, sucede y sucederá cuando la gente se da cuenta de que los derechos humanos son un bonito discurso, las promesas de justicia e igualdad ganchos mercadotécnicos y el incumplimiento, cotidianidad cínicamente negada.
Este es el patrón del desengaño, a nivel individual y social. Los procesos colectivos son una reproducción masificada de los procesos personales, por eso son más lentos en manifestarse, transcurrir y agotarse, pero sus consecuencias son igualmente largas, extensas y multiplicadas.
No se entra ni se sale de una crisis de buenas a primeras. El desengaño se viene anunciando, con “espectaculares” que nos negamos a ver durante el trayecto, porque no queremos verlos, simple y sencillamente. Vamos distraídos en estériles diálogos interiores u obsesionados con un tema en particular. De cualquier manera, abstraídos de la realidad que se nos viene encima.
Y claro, cuando el desengaño ya es innegable, reaccionamos explosivamente, porque veníamos conteniendo toda la presión de la verdad soslayada. En lugar de entender nuestro papel en tal desengaño, culpamos a los demás y nos ponemos una coraza de desconfianza.
Es en este punto donde cancelamos definitivamente la posibilidad de tener un contacto íntimo y afectuoso con la gente, con el alma de otro ser humano, porque la confianza es la única vía para el amor. “¿Qué soledad es más solitaria que la desconfianza?”, decía la escritora británica Mary Ann Evans, conocida por su pseudónimo masculino de “George Eliot”.
Cuando nosotros pensamos que los demás no son confiables. En realidad no lo somos nosotros. Se trata de una proyección resultado de un desengaño cuya responsabilidad no asumimos.
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