Foto: Archivo 24 Horas “el sueño americano” era su objetivo, sin embargo, la alegría y la diversión que experimentó cuando festejó su cumpleaños en la Ciudad de México fueron tal, que en ese momento decidió que se quedaría a vivir en México  

Para algunos migrantes centroamericanos, cruzar la frontera norte de México y llegar a Estados Unidos, es algo que ni siquiera contemplan. Para ellos, el sueño de una vida mejor lo vislumbran en México, el país del que se han “enamorado” y del que nunca se quieren ir.

 

“Yo traigo el sueño mexicano, no el americano”, afirma Ekar, un hondureño de nacimiento que lleva nueve meses en el albergue “Jesús El Buen Pastor” en Tapachula, a la espera de obtener su visa de residencia permanente.

 

El hombre, de 32 años de edad, posee estatura baja pero convicciones enormes. Sabe lo que quiere y no se desespera por tener que esperar todavía otros nueve meses más para que le regularicen su estancia en el país.

 

De pie a un lado de unos lavaderos, Ekar cuenta que la primera vez que cruzó México fue a la edad de 14 años justo cuando le faltaban tres meses para cumplir 15 años de edad.

 

En ese entonces “el sueño americano” era su objetivo, sin embargo, la alegría y la diversión que experimentó cuando festejó su cumpleaños en la Ciudad de México fueron tal, que en ese momento decidió que se quedaría a vivir en la nación que lo había hecho sentir en casa.

 

No obstante, la ilusión de una nueva vida culminó en un primer momento cuando tiempo después lo deportaron a Honduras; años más tarde, regresó a México, al estado de Guanajuato, donde vivió por tres años antes de retornar, por voluntad propia, a su país de origen.

 

“Me fui por hacerle caso a mi mamá y es que me decía que me regresara, que no quería tener un hijo regado en otro país, que lo quería tener junto a ella y pues por obedecerla me regresé, pero los cinco años que viví en Honduras no me gustaron.

 

“Sí estaba bonito ahí, pero en Tegucigalpa no manda ni el gobierno ni la policia, allá los que mandan son los ‘mareros’ si uno de ellos dice que le gusta tal persona para trabajar con él, quiera o no quiera esa persona, tiene que hacerlo y si no, le quitan la vida”, comenta.

 

Ekar agrega que fue después de que lo amenazaron de muerte por no querer formar parte de una pandilla, que decidió retornar a México “y esta vez que regresé después de cinco años, vine para quedarme”.

 

Al cuestionarle en donde le gustaría vivir una vez que le den su visa de residencia permanente, el hondureño, quien actualmente tiene la condición de refugiado, responde con una sonrisa “a donde me lleve el viento”.

 

“Yo tengo una visa humanitaria pero no me fui con ella porque mi sueño es permanecer aquí, quiero vivir en México por el resto de mi vida, y si pierdo la oportunidad de los documentos, pues tendré que regresar; ya esperé 18 años y dije ‘por qué no voy a esperar un añito y medio más que no es nada, ya este añito y medio más ya es para siempre, podré andar libre en México’”, señala orgulloso.

 

Cerca de su sueño

Con la adrenalina propia que experimenta alguien que termina de hacer ejercicio, Óscar, un migrante hondureño de 24 años de edad, narra que él, al igual que Ekar, está a la espera de su visa de residencia permanente que confía, se la den en dos semanas.

 

“Desde hace un año y medio vivo en Silao, Guanajuato, y vine a Tapachula para concluir mis trámites para la visa permanente y no pienso irme hasta que me la den”, describe el joven, quien también habita en el albergue “Jesús El Buen Pastor”.

 

La felicidad por hablar de su vida en México es imposible de ignorar debido a la sonrisa y al movimiento exagerado de sus brazos en señal de dicha.

 

“Mi trabajo como lava autos en Guanajuato es bien chido porque aquí la mayoría de las personas son buenas porque nos han ayudado a los migrantes y eso se lo agradecemos a los mexicanos y les damos las gracias también porque nos dan trabajo porque nosotros los centroamericanos venimos de países pobres”, asevera.

 

En las dos semanas que aún le restan para recibir la visa de residencia permanente, comenta que realizará ejercicio y pensará en si concreta su deseo de estudiar una ingeniería en sistemas. La posibilidad de que ese tiempo se alargue, le asusta, pero asegura que tiene fe en que todo saldrá bien.

 

“México es bien chido, bien bonito. Cuando me den mi visa permanente voy a sentir orgullo, bastante alegría, porque la verdad sí le he echado ganas”, destaca Óscar mientras vuelve a tomar la pesa realizada de concreto y una varilla. Ahora debe aprovechar la adrenalina a flor de piel que deja el fruto del esfuerzo.

 

PAL