Alonso Tamez

Entre 1997 y 2018, el poder presidencial en México se desarrolló dentro de los límites de la nueva realidad política: los gobiernos divididos, producto de la profundización de la transición democrática. El trasfondo del acuerdo era más o menos claro: como ya no somos país de un sólo hombre o una sola facción, debemos aprender a coexistir y, por ende, a pactar creaciones o cambios a leyes, instituciones y programas sociales.

 

En otras palabras, a partir de que el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados en 1997, Zedillo (3 años), Fox, Calderón y Peña Nieto, gobernaron bajo el entendido de que si bien la oposición (partidos, medios no alineados, empresarios del “otro bando”, etc.) no podía aplastarlos, ellos tampoco podían aplastar a esa oposición. Puesta en contexto, esta dinámica fue positiva por una cosa: limitaba el poder del presidente en un país que padeció un hiperpresidencialismo caudillesco por 70 años.

 

Sin embargo, hoy estamos viendo la renegociación de aquellos límites presidenciales impuestos hace más de 20 años por el voto de los mexicanos. Gracias a la mayoría absoluta y casi calificada que le dan MORENA y aliados al presidente López Obrador, este puede hacer con mayor facilidad lo que sus cuatro antecesores no podían: desmantelar sin preguntar; nombrar sin acordar; y beneficiar sin explicar.

 

Por eso el presidente desmantela un programa exitoso como el Seguro Popular, a pesar de que seis exsecretarios de Salud (Frenk, Córdova, Narro, Chertorivski, Juan y Soberón) le dijeron que era una muy mala idea; por eso puede nombrar a la esposa de su excontratista y actual asesor, José María Rioboó, como ministra de la Corte (Yasmín Esquivel); por eso puede beneficiar a la corrupta CNTE eliminando la evaluación obligatoria, aún cuando va contra toda lógica de mejoramiento educativo.

 

Si bien esta renegociación la detonaron 30 millones de votos, no quiere decir que sea positiva en automático. México tiene bases democráticas muy jóvenes aún, y si bien estas no deben ser intocables en términos de reformas (toda institución y norma debe ajustarse con el tiempo), sí necesitan mantener intacta su razón de ser: diversificar la toma de decisiones y el establecimiento de la agenda, para que quien gane el poder, aunque haya sido por márgenes enormes, nunca pueda controlarlo todo.

 

Los límites de la presidencia pueden cambiar; al fin y al cabo, eso es parte de lo que pidieron las urnas. Pero debemos ser muy cuidadosos en lo que cedemos. Un mal cálculo o una confianza ciega pueden llevar al país 40 años atrás, en términos de lo que le permitimos hacer al presidente y lo que no. El debate de los “contrapesos”, retomado por buenas o malas razones tras la renuncia del ministro Medina Mora, debe preguntarse una cosa: lo que hemos visto hasta ahora (desmantelar sin preguntar; nombrar sin acordar; y beneficiar sin explicar), ¿lo queremos expandir?

 

@AlonsoTamez