En “Grandes estrategias” (Taurus, 2019), el profesor de Historia Militar y Naval en Yale, John Lewis Gaddis, aborda las lecciones en materia de liderazgo estratégico que nos brindan personajes tan distintos en obra y tiempo como Augusto (63 a. C.-14 d. C.), el primer emperador romano, o Isaiah Berlin, el teórico de la libertad (1909-1997). Entre los casos analizados están, por supuesto, Napoleón Bonaparte (1769-1821) y Abraham Lincoln (1809-1865).
Sobre el primero, Gaddis recoge lecciones interesantes. Por ejemplo, que la derrota del Emperador francés contra Alejandro I de Rusia entre junio y diciembre de 1812, se debió a una enorme falta de sentido común. Rusia es gigante, con inviernos crudos y el adentrarse en ella haría demasiado lenta la línea de abastecimiento, y en consecuencia, el avance militar. Esto lo sabía Napoleón, pero, como afirma el autor, “el sentido común es (…) como el oxígeno: entre más alto sube uno, más difícil es servirse de él”. Así que el francés, impulsado por grandes triunfos pasados, confundió sus aspiraciones imperiales con sus capacidades militares.
La autocracia napoleónica hacía que nadie pudiera contrariar al monarca. Ese arreglo organizacional había hecho al francés, por lo menos hasta ese punto, inmune a sus propios errores y ciego ante otras perspectivas; en otras palabras, pecó de soberbia. La fallida campaña en Rusia, bajo el falso pretexto de proteger a Polonia del zar, desató la Guerra de la Sexta Coalición (Austria, Prusia, Rusia, Reino Unido, Portugal, Suecia, España, y varios estados alemanes, contra Francia) que provocó el derrocamiento y posterior exilio de Napoleón en la isla de Elba.
Sobre Lincoln, Gaddis resalta lo contrario. Previo al estallido, en 1861, de la guerra civil entre los estados de la Unión y de la Confederación sobre la cuestión del esclavismo, el autor recuerda el tipo de liderazgo que hizo del presidente “la última y mejor esperanza” de la democracia en un mundo, en ese entonces, dominado por reyes, tiranos y prejuicios. Lincoln, a diferencia de Napoleón, conformó un gabinete con los mejores políticos de su tiempo. El problema es que la mayoría de ellos, como William Seward y Salmon P. Chase, habían sido sus rivales por la candidatura republicana en 1860. Según Gaddis, el propio Lincoln reconocía que elementos así “quizá terminarían devorándose entre ellos (…) pero (preservar la Unión) necesitaba de los mejores”. Como escribió Doris Kearns Goodwin siglo y medio después, se trataba de un verdadero “equipo de rivales”, ya que no solo fueron duros adversarios de Lincoln, sino también entre sí.
El republicano tuvo serios desacuerdos con su gabinete en los casi 4 años de guerra. Visiones muy diferentes de cómo ganarla, de cómo tratar a los prisioneros, y de la emancipación (o no) de los esclavos, pudieron descarrilar su gobierno en más de una ocasión. Pero esa dinámica blindó a Lincoln del error napoleónico: su palabra, si bien era la más importante, no era la única de peso ni mucho menos la más informada. No obstante, el presidente tomaba lo mejor de cada hombre, y procuraba sanar cualquier herida entre ellos para, juntos, seguir adelante.
Este tipo de liderazgo dotó a Lincoln de la sensibilidad necesaria para reconocer sus limitaciones y, por ende, alinear sus aspiraciones legítimas con sus capacidades reales. A Napoleón, un poder absoluto, que Lincoln no tenía por el diseño fundacional americano de contrapesos, le tapó ojos y oídos. Al final, un gobernante que se rodea de perfiles mejores y más capacitados que él y los deja actuar y opinar, es un gobernante seguro de su liderazgo, una cualidad crucial cuando se invade Rusia o se busca salvar el alma de una nación esclavista. Napoleón, pues, tenía miedo de ser opacado; Lincoln, si lo tenía, lo pausó por el bien mayor.
@AlonsoTamez