Cuando decimos que “tenemos confianza” en alguien o en algo es porque creemos y estamos seguros de que una persona actuará de la forma en que esperamos; o bien, que una institución o entorno se desarrollará con base en reglas que responden a las expectativas comunes de todos, que serán respetadas.
La confianza es como un árbol, pues para existir requiere que se siembre su semilla, que debe cuidarse para crecer poco a poco, y procurar su mantenimiento para que permanezca firme durante su vida. Si bien su construcción requiere tiempo y constancia, puede perderse tan rápido como cortar ese árbol.
Según el nivel de correspondencia entre lo que acontece con lo que queremos que pase, la confianza, sea individual o social, se fortalece o se debilita.
Para que un Estado se considere de derecho y desarrollado, la confianza social en sus instituciones es fundamental, porque genera una convivencia pacífica y estabilidad al dar certeza de las relaciones e interacciones entre gobernantes y gobernados. Así, al denunciar un delito, realizar un trámite o requerir un servicio público, la ciudadanía confía en que sus autoridades actuarán conforme a la norma y no de forma corrupta.
De acuerdo con el Informe 2018 de Latinobarómetro, somos la región más desconfiada del mundo. En el caso de México la corrupción generalizada es uno de los factores que más influyen en la baja confianza, de tal suerte que, sólo alcanzamos un 18% en el rubro de confianza entre las personas y 16% hacia el gobierno
Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental del INEGI, en 2017, la corrupción ocupó el segundo lugar de los problemas que más preocupan a las y los mexicanos, solo detrás de la inseguridad. La tasa de prevalencia de corrupción pasó de 12,590 víctimas por cada 100 mil habitantes en 2015, a 14,635 en 2017 (16.32%).
En el Día Internacional contra la Corrupción es importante reflexionar sobre las medidas para su prevención y combate. Si bien México cuenta con un andamiaje legal e institucional para enfrentarla, es necesario impulsar soluciones adicionales que modifiquen los comportamientos de las personas para conducirse con integridad.
En ese sentido, la ética y la educación cívica pueden constituir tratamientos efectivos que corten de raíz este terrible mal, porque contribuyen a mejorar la confianza, la solidaridad y el sentido colectivo.
La ética prioriza un actuar basado en valores y la educación cívica construye dichos valores y prácticas democráticas en una sociedad, pues a través de ella, la ciudadanía conoce sus derechos y cómo ejercerlos.
Dinamarca, el país evaluado con menor grado de corrupción en el Índice de Percepción de este fenómeno en 2018, es reconocido por su fuerte tradición de educación cívica y su política de “tolerancia cero” a la corrupción en todas sus formas.
Obiageli Ezekwesili, abogada cofundadora de Transparencia Internacional, decía bien que “todo aquel que esté dispuesto a combatir la corrupción, debe de estar dispuesto a hacerlo de lleno hasta el final. No existen atajos”.
El cambio es una responsabilidad compartida entre ciudadanía y gobierno, y una de las mejores formas de lograrlo es a través de la educación, fomentando valores, para formar personas con conciencia del otro y servidores públicos con vocación de servicio.
*Comisionada Ciudadana del Instituto de Transparencia de la Ciudad de México.
Twitter: @navysanmartin
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