Los humanos funcionamos con mitos. Y solo aquellos que son aceptados por una porción grande de la población pasan a la siguiente generación. Por ejemplo, en los últimos 300 años, los mitos de la democracia moderna, de la igualdad ante la ley, y de algunos derechos inalienables del hombre, han echado raíces profundas y, por ende, ayudado a hacer de la vida en sociedad algo mucho menos violento y arbitrario.

De igual manera, las naciones, al no ser realidades objetivas (como la gravedad, que existe creamos en ella o no), también son mitos. E históricamente, la forma de consolidar estos cuentos identitarios ha sido el nacionalismo que, en lo general, es “un estado mental en el que la lealtad suprema del individuo se debe al Estado-nación” (Kohn, 1955) y no a los intereses individuales o de grupo, y se puede expresar tanto en narrativas para la organización política, en políticas públicas concretas, o en ambas.

Hay subtipos de nacionalismos, como el étnico, que suele definir como más mexicano, más alemán o más japonés, a un grupo de ciudadanos por encima de otro (muchas veces solo por su aspecto). Por obvias razones, suele ser destructivo y divisivo. Pero el nacionalismo, cuando no se lleva a esos extremos, es positivo para una cosa: crear y fortalecer los lazos de solidaridad entre, en este caso, los mexicanos.

Por ello, México necesita promover, con mayor énfasis, un discurso nacionalista moderado y unificador (es decir, una sana promoción de su identidad común sin criticar otras nacionalidades y, contrario a lo que hace constantemente el presidente Andrés Manuel López Obrador, sin menospreciar a una parte de la población) para combatir, desde las comunidades, crisis tan enraizadas como la violencia. Porque si una comunidad ve al crimen como algo anti-México, es más factible que no lo tolere.

Sin embargo, México no requiere políticas públicas nacionalistas que le resten influencia sobre aquellos retos que, hoy en día, se pueden combatir mejor en términos internacionales, ya sean regionales o globales, que solo en la esfera nacional (p. ej. narcotráfico, trata, migración, pobreza, desigualdad, desaceleración económica, contaminación, cambio climático, tensiones geopolíticas, desastres, etc.)

En resumen, ante los viejos retos nacionales y las nuevas realidades globales, el país necesita un nacionalismo discursivo para unificar más a su población, pero políticas públicas globalistas que le den más juego en un mundo que, nos guste o no, está cada día más interconectado. Necesitamos, pues, vivir dos realidades al mismo tiempo.

¿Suena contradictorio? Sí, pero lograr ese equilibrio sería muy útil para mantener fuertes las dos lealtades necesarias en el mundo moderno: hacia el Estado-nación y hacia el resto del mundo como seres humanos. Nacionalismo hacia dentro para cohesionar y globalismo hacia fuera para crecer, justo como lo hacen países con fuertes identidades nacionales como Alemania, Francia y Dinamarca que, sin embargo, asumen con inteligencia su identidad común europea y su liderazgo global, tanto en lo económico como en lo político. Y todo ello, sin que nadie los acuse de trastorno de personalidades múltiples.

@AlonsoTamez