Hoy creí haber descubierto una bendición de ser pobre.
De veras.
Hay días que uno se levanta de buenas y con ganas de tamales.
De inmediato se descartan los de chipilín por caros, porque acá no hay y porque no me gustan.
Acá en el pueblo (no tan bueno ni tan sabio, porque no ganó Morena) los más famosos son “los de Jardín” y los hay verdes, rojos y de dulce. Con 50 pesos te alcanza para dos, un vaso de atole y te dan cambio. Y dije: ¡Bendito sea Dios! ¡bendita la pobreza, que permite cenar dos tamales y una atole por 50 pesos! Y me dispuse a ir al Jardín (la plaza central) a comprármelos, feliz, feliz, muy feliz. Y de repente todo se derrumbó; me atrapó la ambición, el mal consejo de la codicia…
Me dije a mí mismo: “Mí mismo, ¿por qué no compras todo el bote de tamales y haces negocio? No son de chipilín y no valen ni 20 ni 200 millones de pesos, pero los puedes vender más baratos? Si vendes la orden a millón, te haces millonario”. Sí, pero el problema va a ser la logística para llevárselos calientitos a los compradores. Bueno, los compras con todo y bote y con el carrito también. Ajá, pero ¿cuánto querrán por el bote? ¿Y por el carrito? Bueno, quizás acepten que se los devuelva en dos o tres días. Uf, pero cómo le hago para reunir a esos comensales que gustan y gastan tanto en tamales.
Entonces, me pareció que estaba divagando como la lechera aquella del cuento de la escuela primaria (¿es Félix María de Samaniego el autor de esa fábula?). Tal vez porque me salí de la casa sólo con un billete de 50 pesos.
Y de repente mi ilusión de la ventaja de ser pobre en este país se acabó.
Comencé a pensar al revés: pagar 20 millones de pesos por una cena de tamales chipilín equivale a 40 mil cenas de mis tamales “del Jardín”, es decir algo así como 109 años cenando tamales (verdes, rojos o de dulce, claro) con atole. Pero dicen que pudo haber quien pagó 200 millones por la cena en Palacio Nacional, o sea, multiplíquenle todo por diez: 400,000 cenas, mil 90 años de cenas…
Entonces, volví a mi cartera, vi mi billete de 50 pesos y dije: no, no me alcanza y la ilusión de queser pobre tiene sus ventajas también se esfumó.
Pasará algún tiempo para que vuelva a comer tamales (no de chipilín, porque son fifís y no me gustan) sin pensar que un día tuve la ilusión de que la pobreza era una bendición.
aarl