Dos estigmas no pueden pesar sobre María Sharapova ahora que se ha retirado: el del modelaje, el del dopaje.
Por atractiva que resultara físicamente, por lucrativos contratos publicitarios que firmara, por mucho que fuera la deportista con mayores ingresos del mundo durante once años, nunca antepuso otro interés al de la raqueta.
Podía acaparar anuncios en revistas, posar con relojes y prendas, aunque nadie le quitará ser una de las escasas diez tenistas en la historia que han consumado una carrera de Grand Slam (es decir, coronación en cada uno de los cuatro torneos grandes), última que lo ha logrado y, junto con Serena Williams, única en este siglo.
A eso se debe añadir la historia de superación. Una familia bielorrusa buscando en dónde criar a su bebita, a consecuencia del desastre nuclear de Chernobyl a pocos kilómetros de su pueblo. Por ello la pequeña Masha creció en la costa del Mar Negro, en Sochi, donde su familia desarrolló cierta cercanía con la del dos veces ganador de Grand Slam, Yevgeni Kafelnikov. Sin que nadie sospechara que esa niña apuntaba a condiciones naturales tales como el 1.88 de estatura, esa relación la llevó a sus primeros pasos en el tenis. El éxito fue entonces tan inmediato que, la legendaria Martina Navratilova, al observarla en una clínica, recomendó a sus padres que pulieran ese diamante.
Meses después, Masha se trasladaba a Estados Unidos de la mano de un padre envuelto en deudas para pagar el viaje y aterrizando con escasos 700 dólares en su poder. Nada eran capaces de decir, ni uno ni otro, en inglés. Para colmo, dejó de ver a su mamá varios años por cuestiones de visado y tampoco pasaba demasiado tiempo con su padre, ocupado en cuanto trabajo encontraba en Florida, cada cual más marginal que el otro.
Cuando a los 17 años se coronó en Wimbledon, su compatriota Anna Kournikova acababa de dejar claro que lo del tenis era sólo un pretexto para vivir en el famoseo, apareciendo en un video de su futuro esposo, Enrique Iglesias. Así que, sin mayor análisis, bastó verla rubia y guapa para que se le colocara en el mismo costal, sin reparar en que Kournikova jamás ganó un torneo, mientras que Sharapova ocuparía la cima de la clasificación WTA por numerosas semanas.
El segundo de los estigmas llegó a inicios de 2016, cuando fue suspendida por ingerir una sustancia prohibida. Al coincidir en el tiempo con el escándalo ruso de dopaje, se extrajeron conclusiones absurdas. Primero, porque la tenista no tenía vínculo con el caso de su país al haber desarrollado toda su carrera en el extranjero. Segundo, porque el positivo fue por meldonium, que entró a la lista de dopaje unas semanas antes del análisis, lo que permite creer que desconocía esa modificación.
¿Dopaje y modelaje? ¿Trampas desde el Kremlin y seguir la estirpe de la insulsa Kournikova? Vaya injusticia, María Sharapova fue mucho más. Se ha retirado una de las más grandes de las últimas décadas.
Twitter/albertolati