Cuando el muy respetado antiguo director general de Salud de Francia, William Dab, afirma públicamente que el coronavirus podría infectar en el país galo a hasta 40 millones de personas y causar… 800 mil muertos, no queda espacio para el estoicismo.
No menos perturbadoras son las noticias relacionadas con la saturación de los hospitales de pacientes con formas graves del Covid-19, sobre todo al este del país. Ahí ya entró en acción el Ejército para trasladar a los enfermos con el coronavirus a otras regiones menos desbordadas, y para aportar su material sanitario militar a cuidados intensivos, porque las 7 mil 500 camas equipadas con máquinas respiratorias de todos los hospitales de Francia resultan insuficientes.
No estoy describiendo la situación de un país africano en guerra, estoy informando de la angustia que recorre uno de los sistemas sanitarios más sofisticados del planeta, el francés.
“Salve vidas, quédese en casa”, es la consigna desde el martes, consigna, orden gubernamental y súplica del heroico personal sanitario que lucha día y noche en condiciones bélicas contra esta plaga que amenaza con colapsar el mundo.
París, una urbe de más de 2 millones de habitantes, que en circunstancias normales recibe unos 50 millones de turistas al año, ofrece un aspecto claramente lúgubre Ya dejó de ser una fiesta. Ahora una ciudad desolada, donde solo se oye el silencio, un silencio ensordecedor, roto por momentos por los regaños de la Policía que patrulla las calles para sacar de la vía pública a los escasos “zombies” , esos que tal vez inconscientemente violan la reclusión forzada. En sus casi 2 mil años de historia, París sufrió todo tipo de calamidades: inundaciones salvajes, pestes negras, revoluciones sangrientas, un sinnúmero de guerras, hambrunas, atentados, huelgas masivas, bombardeos, pero en ninguna crónica aparecen menciones sobre el confinamiento obligatorio de toda la población.
Siempre hay una primera vez. Hay que que acostumbrarse a esta cuarentena, y sobre todo disciplinarse. Oficialmente aún no se nos impone la ley marcial, si bien Emmanuel Macron en su ultrasolemne discurso a la nación utilizó la frase “estamos en guerra” seis veces, refiriéndose por supuesto a la emergencia sanitaria sin precedentes que afronta el país.
Las escuelas están cerradas, los museos sellados, el teletrabajo impera en todas las empresas, desaparecieron los bares, restaurantes, cafés, cines, discotecas. Para moverse hay que tener motivos muy justificados y llevar un certificado “de desplazamiento excepcional” que uno descarga en la web del Ministerio del Interior. Está permitido ir al hospital o acudir a una cita médica. Se puede realizar compras de primera necesidad, comida o medicinas. Es posible ocuparse de personas vulnerables, también se tolera hacer ejercicio físico al aire libre, pero solo de manera individual.
Por no respetar las reglas del confinamiento los agentes pueden imponer multas de 150 dólares, que pronto pasarán a 412 billetes verdes. Con esto no se juega. Las patrullas están por doquier, entre ayer y hoy la Policía me ha controlado siete veces. “¿Qué hace usted en la calle?”, tras la respuesta “estoy trabajando“, acompañada de la credencial de prensa, se nos autoriza a seguir circulando.
Algunos me dicen “el virus es lo de menos, ponte a temblar por el colapso económico global”.
Todo depende de la duración de esta contingencia. ¿Tres semanas, un mes, medio año, un año, 18 meses? ¿Aguantaremos mentalmente? Algunos jinetes del apocalipsis nos anuncian que la cura para el coronavirus aparecerá cuando el mundo ya esté bien hundido en la recesión. Dando a entender que en la recesión reside el remedio. Habrá que analizar esto más a fondo.