La cómoda costumbre hizo que nuestra generación diera por hecho cada que se concedía una sede de mega evento deportivo: el Mundial de tal lugar será de tales fechas a tales fechas dentro de diez años; los Olímpicos se disputarán en tal ciudad de tal día a tal día en ocho años.

Así, dando por hecho el futuro, como si nuestra mera voluntad o voz bastara para anticipar cuando cada cosa fuera a suceder.

Una generación ajena a las grandes guerras que le van quedando muy lejanas en la historia. Una generación convencida de que no había forma de que nuestros certámenes deportivos se vieran desafiados o, de plano, cancelados.

Hubo, por ejemplo, la imposibilidad de viajar en avión por Europa en 2010, cuando un volcán finlandés saturó las nubes de cenizas, lo que no obstaculizó que cada equipo se trasladara por tierra, varias horas, para sus compromisos de la Champions. Hubo, por supuesto, no pocos conflictos armados, aunque focalizados en determinada región: Yugoslavia, que en ese momento se desmembraba, fue inhabilitada para jugar la Euro 92 y su sustituto, la Dinamarca que estaba de vacaciones, se coronó. Hubo desastres naturales que llevaron al límite a los anfitriones: el Mundial de Chile 1962, con el terremoto de 1960, y el de México 1986, con el de septiembre de 1985. Hubo tensiones ideológicas que pusieron al olimpismo contra las cuerdas: en Montreal 1976, el boicot de 36 países, casi todos africanos, hartos porque Nueva Zelanda salió impune tras jugar con la vetada selección sudafricana de rugby en las peores noches del régimen racista del apartheid; en Moscú 1980, 66 naciones desistieron de acudir en protesta por la invasión soviética de Afganistán; en Los Ángeles 1984, la URSS devolvió el golpe, encabezando un boicot de los comunistas a esos Juegos en tierra capitalista. Hubo numerosas circunstancias, pero el deporte siguió cada vez más poderoso, millonario, glamuroso… y, por ende, cada vez con mayor sensación de omnipotencia.

Sin embargo, si con tanta certeza se otorgan las sedes con tamaña antelación, ha sido porque sentíamos que nada ni nadie podía frenar lo que el humano decidía. Nada ni nadie hasta hoy.

Lo que pase en el deporte es de enésima importancia cuando se estima que no menos de 500 millones de personas nos encontramos confinados en nuestras respectivas casas en este instante. Si la Eurocopa es en 2020 o 2021, como se decidió, parece irrelevante a la luz del tsunami económico, social, político, incluso antropológico, que se prevé cuando lo del Covid-19 pertenezca al pasado. Si las ligas de futbol frenaron, si la Champions League actual no sabe si consagrará a un campeón, si la temporada de Fórmula 1 2020 no ha iniciado y no sabe cuándo iniciará, si el torneo de Roland Garros busca acomodo a la desesperada en el segundo semestre del calendario tenístico, aun si los Olímpicos de la era moderna se han pospuesto por primera ocasión… todo eso resulta mínimo comparado con lo que hoy se mueve o, para mayor precisión, con lo que hoy se tambalea con tintes de desplome. No obstante, sirve como fiel reflejo.

Japón, ya consciente que Tokio 2020 será en 2021, dejará encendido en su territorio el fuego de Olimpia. Quiere presentarlo como símbolo de esperanza, como metáfora de lo que vendrá en cuanto esta crisis se supere. A su vez puede entenderse como lo contrario, como el fuego de la incertidumbre, días en los que la humanidad, hace pocas semanas tan sobrada para planear con décadas de anticipación, no sabe ni cómo será el próximo mes. Eso sí, esperemos que sea ya con deporte y estadios llenos: no por los goles y dribles, las curvas y rectas, los vuelos a la canasta o servicios as, sino por la normalidad que eso representará.

No es exagerado afirmar que la posposición de los Olímpicos lo es también de la certidumbre.

 

Twitter/albertolati

 

 

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