Voy caminando por uno de los rincones más animados, visitados y bohemios -en circunstancias normales-, del mundo, el barrio de Le Marais, en pleno corazón histórico de París, repleto de museos, palacetes del siglo XVII y tiendas design, ahí donde habitualmente se dan cita en los bares último grito los gurús de la moda, artistas de vanguardia, turistas ávidos de experiencias sofisticadas. Llevo encima la credencial de prensa y un certificado con el motivo del desplazamiento (compras de primera necesidad).
Recorro sus estrechas callejuelas… todo cerrado, todo vacío, todo blindado. Escenario de un apocalipsis zombie. Como si alguien hubiera arrojado una bomba sobre el centro de una urbe milenaria de 2 millones de almas. En el horizonte no se escucha ni se ve un alma. Lo que más estremece es el silencio. Da mucho miedo el silencio. Necesito cinco largos minutos de marcha rápida para atisbar a lo lejos una figura humana. Es un hombre joven. Está corriendo al lado de su domicilio, aprovechando la excepción a la regla del confinamiento obligatorio, eso sí, con sus guantes y su mascarilla protectora. Tres minutos más adelante veo a una mujer, también con cubrebocas, jalando un carrito con baguettes, verduras, latas de raviolis.
Intercambiamos sonrisas solidarias. Camino en medio de las calles, habitualmente saturadas de ruido y tráfico. De repente surge en medio de ninguna parte una patineta eléctrica y su conductor, debidamente protegido. Uf, qué alivio, todavía hay vida.
La panadería está abierta. Delante de mí dos personas. Guardamos la sana distancia de unos dos metros. Compro tres baguettes calientitas, mi trofeo más codiciado en esta semana. Hay que racionalizar el tiempo. A un minuto de la boulangerie, en una calle más ancha, dos hombres enfundados en trajes protectores lanzan desinfectantes a la entrada de un supermercado. El personal anda con guantes y cubrebocas limpiando continuamente los anaqueles y los carritos. La regla es un cliente por carrito. Curiosamente la tienda está vacía. Dos compradores y yo para una superficie que acoge normalmente a una treintena de marchantes. Noto que hay más empleados que clientes. Encuentro una sola marca de yogurt, una marca de pasta. Veo muchas latas de sardinas, atún, pollo. La presencia del papel de baño da cierta sensación de normalidad y hasta arranca suspiros de beatitud. No se puede hablar de la gran escasez. Hay todo lo que se necesita para alimentarse y cuidar la higiene, menos el gel desinfectante, claro. Al pagar en la caja tengo la impresión de que los precios han bajado. ¿Será? ¿Se habrá acumulado demasiada mercancía?
Salgo y veo al otro lado de la calle una patrulla controlando a un automovilista. Si no tiene su salvoconducto con los motivos muy justificados de su desplazamiento, se expone a una multa de 150 dólares, que pronto pasará a 400 dólares. Ahora, si reincide varias veces, la “broma” le podrá costar mil 800 billetes verdes y hasta seis meses de cárcel.
París, antaño el epicentro de la bella vida, el glamour -una fiesta, como la definió Hemingway-, presenta hoy un aspecto catastrófico propio de tiempos de guerra. ¿Dónde está “l’art de vivre à la française”? ¿Dónde está la convivencia, los placeres de la mesa, las tertulias filosóficas entre amigos? Vía Internet, los grandes chefs dan cursos de cocina gratis, los cantantes famosos ofrecen conciertos online para hacer más soportable el encierro. Llevamos solo 10 días de confinamiento (que se suman a más de un año de la furia de los chalecos amarillos y a dos meses de huelgas masivas en los transportes públicos), nos esperan por lo menos otros 40. Esto va para largo. Me pregunto si la depresión colectiva no va a hacer más estragos que el virus. No se nos olvide cuidar nuestra salud mental. Sobreviviremos.