Quien atribuye a la crisis sus fracasos…
respeta más los problemas que las soluciones
Albert Einstein

Mucho se ha hablado ya del gran cambio que está experimentando o, mejor dicho, debería experimentar la humanidad tras la pandemia de Covid-19, porque ciertamente una considerable cantidad de seres humanos se resistirá; no está dispuesta a abrir su mente ante el desafío que nos está haciendo el planeta por nuestra gran arrogancia.

Se ha dicho, en resumen, que agoniza la era del individualismo y la competencia para dar paso a la de la colectivización y la solidaridad. Se derrumba el “sueño americano”, que nos impulsa a basar en el mérito y el esfuerzo de cada uno, por separado, el sentido de la importancia personal y nace la conciencia de unidad, del actuar como parte de una comunidad, en beneficio de la colmena que nos sustenta.

Se eclipsa la importancia del dinero como fuente de bienestar, seguridad y felicidad; comienza a brillar la certeza de que la solución que cada uno busca para su vida se halla en actuar como queremos que los demás actúen. Pasamos de la desconfianza instintiva a la confianza espiritual.

En todo estoy de acuerdo, y resumiría el “despertar” masivo, aunque gradual, en tres puntos:

1. La vida, tarde o temprano, pone todo en su lugar. Nadie sale impune de un daño causado, aun inconscientemente.

2. Somos frágiles solos.

3. Somos poderosos unidos.

La conciencia de la humanidad está evolucionando. La gente se espiritualiza tras el dominio del cínico escepticismo positivista, es decir, el “hasta no ver no creer”, una “verdad” de necios que nos ha regido más de 100 años. Aun hoy hay quien no cree en el coronavirus. Pero recordemos que nuestras verdades de hoy serán mañana nuestras grandes mentiras.

Lo importante ahora es señalar que este cambio por el que atravesamos es un proceso, no un suceso, y que nada fuera de cada uno se transformará sin que lo hagamos nosotros primero. Nuestro interior es, siempre, el cimiento de la obra humana.

Como todo en la vida, lo bueno es para quien lo quiere, no para quien lo necesita. Así que para aquellos que estén listos, comenzaré por explicar las ideas que debemos tener claras para conectarnos a la nueva era.

Lo primero que hay que entender es que nuestra fragilidad no es vulnerabilidad y que ninguna de éstas es debilidad. Comprender la diferencia entre ellas nos permite vencer nuestros miedos y, con ellos, gestionar de manera correcta el malestar, que es la única posibilidad de cambiar.

Cuando no gestionamos correctamente nuestro malestar, nos cerramos ante lo que sentimos y, por tanto, nos volvemos insensibles ante lo que sienten los demás. Nos cerramos porque lo que hay detrás asusta: recuerdos dolorosos y, por tanto, miedo a ser herido, en cualquiera de las formas en que ya lo fuimos en la infancia: abandono, injusticia, rechazo, humillación, traición.

Escondernos detrás de una máscara, es decir de una personalidad fabricada para que los demás nos acepten y no nos hieran, es exactamente el camino para alejarnos de todo aquello que en realidad deseamos: cercanía, intimidad, pertenencia, amor.

Nos ocultamos incluso de nosotros mismos, pues nos asusta mucho aquello que encontraremos si vamos en pos de lo que verdaderamente somos. Por ello nos alejamos de nuestra propia naturaleza y nos aislamos de los demás. Nos volvemos débiles.

Nuestra debilidad está, pues, en el individualismo construido a partir del prejuicio impuesto por un colectivo ignorante, el ocultamiento de nuestro ser con vergüenza, el fingimiento y, principalmente, el miedo no reconocido que hay detrás de todo ello.

La fragilidad, a su vez, no es más que el hecho de que somos menos poderosos e inmunes de lo que nuestra arrogancia nos dice que somos.

Por otra parte, en la vulnerabilidad, única vía para la autenticidad, está la respuesta a la adaptación a casi cualquier cambio; o sea, en el próximo artículo.

delasfuentesopina@gmail.com