Héctor Zagal
 

Héctor Zagal

(Profesor Investigador de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana CDMX)

Ayer, 8 de junio de 2020, se cumplieron 51 años de la publicación de “1984” de George Orwell. Esta novela distópica sobre los excesos de un estado totalitario gira sobre un tema central: la pérdida de la libertad del pensamiento. En la novela, el gobierno está dividido en cuatro ministerios: el del Amor, el de la Paz, el de la Abundancia y el de la Verdad.

Como podrán imaginarse, cada uno se dedica a procurar exactamente lo contrario, pero quizás el más interesante es el Ministerio de la Verdad. Este ministerio se encarga de cuidar la historia oficial del Estado a través de la desaparición de registros históricos, de nombres, de acontecimientos. ¿Se imaginan eso? Es un método de control poderoso que va de la mano con la creación de una “nueva lengua” que va cambiando el significado de las palabras según la conveniencia del partido en el poder. Orwell se imaginó una neolengua en la cual se forzaba a los gobernados a “doble-pensar”, es decir, a mantener dos pensamientos contradictorios, uno según la doctrina del partido, y el otro opuesto a ésta, pero siempre afirmando y actuando según lo demandado por el partido.

Orwell, feroz crítico del Stalinismo, criticaba duramente la retórica política, es decir, el uso del lenguaje según los intereses de los gobernantes. El poder está en las palabras, pues con ellas se construye o destruye la verdad (o mentira) de la historia, la verdad (o mentira) de “ellos” y “nosotros”. El problema no es tanto la transformación de un concepto, sino su uso y consumo sin reflexión previa, sin revisión.

No es raro que haya políticos que den sus propias definiciones de justicia, libertad, derecho, bienestar.

Si otros comienzan a adoptar sus definiciones, la realidad se transforma, se reinterpreta. Pero no sólo el presente cambia, sino que el pasado también sufre transformaciones.

La historia, más que un fiel retrato del pasado, es un conjunto de relatos, de interpretaciones. La historia la conocemos a partir de testimonios ajenos o de la reconstrucción de hechos de alguien más.

Ahora, ¿cómo sabemos que nuestro historiador no se toma licencias poéticas? En su Poética, Aristóteles distingue entre la labor del poeta y la del historiador. Según Aristóteles, la historia intenta contar lo que sucedió; la poesía, en cambio, nos cuenta lo que pudo haber sucedido. Así, el historiador debe intentar retratar fielmente, sin alteración alguna, lo acontecido. Al poeta, en cambio, se le consiente la creación de situaciones. Esto no significa que el poeta cuente mentiras. ¿O diríamos que Shakespeare o Sófocles han querido engañarnos? Tampoco significa que el historiador trabaje con la verdad de los hechos, pues él mismo recurre a testimonios ajenos. Sin embargo, se espera, y se demanda, que su narración busque ser lo más certera posible.

Pretender que la historia es un repertorio de verdades es peligroso. A lo más que podemos aspirar es a la interpretación de los hechos; a un acercamiento mediado por prejuicios culturales o personales. Lo que es condenable no es que el historiador esté influido por su contexto, sino que deliberadamente altere o invente un hecho para hacerlo pasar por verdadero.

¿Conocen la historia de Tlacaélel? Fue un guerrero, estadista y reformador religioso mexica. Sus méritos lo convirtieron en consejero de varios tlatoanis. Tlacaélel estuvo detrás de la aniquilación de los códices o libros de anales que hablaban del humilde pasado mexica. Según Tlacaélel, la historia mexica debía reescribirse atendiendo a la grandeza presente y no a la pobreza inicial. ¿Es legítimo borrar de la memoria colectiva el pasado? ¿Es realmente benéfico ocultar información?

Se vale intentar convencer, mas no es válido engañar. Así cuidado con las palabras. La manipulación de la historia suele ser la tentación de los gobiernos notalitarios.

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!
@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana