Martha Hilda González Calderón
León, el Africano, Omar Jayam y el profeta Mani son personajes históricos que vivieron en épocas distintas; tuvieron que sortear retos diversos y quizás, con visiones muy diferentes. Los tres son las figuras centrales de tres novelas del laureado, Amin Maalouf: la primera es la inmortal narración: “León, el africano”, la segunda, “Samarcanda”; y la tercera, “Los Jardines de la Luz”.
Tres distintos itinerarios de vida que son puntos de unión entre culturas disímbolas; y cada uno, a su manera, se opone a la intolerancia dogmática y a la dominación de una pertenencia. Lo más deslumbrante es que a través de sus ojos y la impresionante narrativa del autor, nos transporta a descubrir el antiguo Medio Oriente.
En León, el africano, estamos en la ciudad de Fez; lugar donde un niño, Hassan Alwassan, ha encontrado refugio junto con su familia de la intransigencia de los reyes católicos contra los musulmanes en el año 1492. Acompañando al tío diplomático en sus viajes al interior del Magreb, un día llega a la enigmática ciudad de Tombuctú.
Años después, siendo además de diplomático, espía y geógrafo; durante una peregrinación a la Meca, será esclavizado por piratas sicilianos quienes impresionados por su sabiduría y para que les perdonen sus pecados, se lo ofrecerán al Papa León X. Este lo bautizará nombrándolo Johannes Leo Africanus y le encargará escribir una descripción de África. A pesar de su largo periplo y dominar múltiples idiomas, confesará: “todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen; pero yo no le pertenezco a ninguna”.
Su azarosa vida lo convertirá en el vínculo entre el Islam y el Cristianismo, entre la Europa y África. Será el puente entre las civilizaciones de Oriente y de Occidente.
El prestigioso periódico francés, Le Monde, calificó esta apasionante obra histórica, como: “una crónica que nos lleva al corazón de un hombre que fue él mismo también, el corazón de todas las culturas de su tiempo”.
En Samarcanda, se devela ante nuestros ojos la historia de la Persia del siglo XI, a través de la vida de Omar Jayam que reivindica su epicureísmo, su libertad y su amor por la astronomía, las matemáticas y la poesía.
Es precisamente la pérdida de su manuscrito, Rubaiyat, a causa de un célebre naufragio, lo que detonará la novela. Maalouf visibiliza este hecho real, cuando escribe: “el Titanic se hundió en la noche del 14 de abril de 1912, (…) su víctima más eminente fue un libro”.
A pesar de que en la novela, dos historias persas se combinan, domina el relato de la vida y el genio de Omar Jayam. Su visión hedonista, su pasión por la ciencia, contrasta con el pragmatismo razonado de su mecenas, el Visir Nizam El-Mulk, quien lo protegerá y facilitará que continúe sus investigaciones. Al mismo tiempo, que enfrentará el fanatismo religioso del ismaelita Hassam Sabbah, fundador de la secta de “los asesinos”, que castigaban a aquellos que no seguían estrictamente los preceptos musulmanes, prohibiendo todo tipo de manifestaciones artísticas. Esta secta que sembró el terror, tuvo actividad por más de un siglo y se resguardó en la fortaleza de Alamout.
Jayam fue un crítico permanente de la religión musulmana y de sus radicalismos, al escribir: “el paraíso o el infierno están al interior de ti mismo”. A lo largo de la novela, podemos transportarnos —como en una alfombra mágica— a la maravillosa ciudad de Ispahán, donde llega a establecer su observatorio astronómico, por dieciocho años.
Resultan interesantes las aportaciones matemáticas de Omar Jayam, por ejemplo, la incógnita algebraica ´x´ lleva este nombre, “al utilizar la palabra ‘chay’ que significa cosa. Esta palabra se escribe ‘xay’, en las obras científicas españolas, y ha sido progresivamente reemplazada por su primera letra ‘x’ que ha sido el símbolo universal de lo desconocido”.
Finalmente, la belleza de la Mesopotamia del siglo III, escenario de la vida del profeta Mani, en su novela histórica: Los Jardines de la Luz. En esta obra, un niño es llevado desde los cuatro años a vivir a una comunidad judeo-cristiana de costumbres radicales, denominada “las vestiduras blancas”. Una serie de visiones harán que se rebele contra lo absurdo de muchos de los preceptos de este grupo. Un día, se presenta con un traje multicolor, como señal de rebeldía, para anunciar su partida. Llama la atención su respuesta cuando le reprochan estar en contra del mensaje enviado por Dios: “a veces uno cree que es el portador de un mensaje y se da cuenta que más bien, es su ataúd”.
En un esfuerzo de sincretismo, extrae de cada religión la enseñanza que le parece la más importante, para fundar el Maniqueísmo. Rechaza la intolerancia dogmática y cree que el fanatismo “desfigura a Dios”. Muestra un desprecio absoluto por las necesidades corporales, como condición para iluminar el alma. Lo que hace que Mani lleve una vida de profundo ascetismo.
El Profeta lleva sus enseñanzas hasta China, donde será considerado el “Buda de Oriente”, la India y los confines del Imperio Romano, dejando seguidores por los lugares que recorría. Es protegido del Emperador Sapor I, pero las intrigas de los magos, casta sacerdotal dominante, que lo veían como una amenaza y su absoluta indiferencia por las mismas, hicieron que fuera perseguido y finalmente sentenciado a muerte. Al final de su vida, se lamentará que “su error haya sido tratar de conciliar las distintas religiones”.
En esta saga donde emergen figuras que han sido punto de unión entre diferentes culturas y creencias, Amin Maalouf no es ajeno. También huyó, como sus personajes históricos, de una tierra incendiada: el Líbano, en 1975. Se refugió en Francia donde inició su carrera como periodista. El mismo reconoció sentirse “árabe en Occidente y al mismo tiempo, cristiano en el mundo árabe”. Como los protagonistas de sus novelas, también ha sido el vínculo entre distintas culturas.
Para Maalouf, la historia es un continuo tejer y destejer las distintas pertenencias, como condición necesaria para la construcción de nuestra propia identidad. Su mensaje es insistente y lo plasma en la visibilización de personajes históricos que quizás, entendiendo las complejidades de su tiempo, lucharon por ser factores de conciliación en el Medio Oriente.
Por eso señala que “en estos tiempos cuando muchos alzan la voz para reivindicar sus pertenencias nacionales, religiosas, étnicas o comunitarias —en una palabra, tribales— no es superfluo que estos seres fueron, cada uno, un lugar de reencuentro entre distintas culturas y diferentes creencias”.
La obra de Maalouf es vasta y fructífera y ha sido reconocida con múltiples premios internacionales. Tiene un lugar como miembro de número en la Academia Francesa. Sus trabajos son un ejercicio permanente de contar la historia del lado de los perdedores o de aquellos que aportan una visión distinta de los hechos históricos, en esa línea se inscribe, su libro: “Las Cruzadas desde el punto de vista de los Árabes”, por ejemplo. Es también una búsqueda de analizar el origen de los conflictos y la manera de superarlos, como lo señala en “El Naufragio de las Civilizaciones”.
Que urgencia tenemos de escuchar voces, que equilibren a tantas diatribas estridentes que parecieran se multiplican en el mundo. Que urgencia tenemos de más voces que, junto con Maalouf, señalen: “si hubiera mucha gente de buena voluntad que intentara hablarse y comprenderse y no permanecer encerrados en una visión estrecha, las cosas irían mejor”. Que urgencia tenemos de reconocer el mestizaje de nuestras distintas culturas, para ver en los otros, una parte de nosotros. Ese es el reto.
@Martha_Hilda