Héctor Zagal
 

Profesor Investigador de la Facultad de Filosofía
Universidad Panamericana

 

La marca “Aunt Jemima” cambiará el nombre y la imagen que por 130 la ha distinguido. La empresa considera que su uso perpetúa el estereotipo de la mammy negra (N. B. en español, la palabra “negro” no es necesariamente racista). Este estereotipo ha formado parte del imaginario sureño de Estados Unidos desde el siglo XIX. La mammy era una sirvienta fiel que cuidaba de la casa de sus amos y de sus niños, como una especie de nana a la que se trataba con condescendencia (jamás con justicia). Por cierto, la modelo para la imagen de Aunt Jemima fue Nacy Green, nacida en esclavitud, una mujer que ya libre  luchó por la igualdad.

Los estereotipos perpetúan la discriminación. ¿Recuerdan la canción “Negrito sandía” de Cri-Cri? En el siglo XIX, los negros que habían conseguido su libertad al terminar la guerra civil en Estados Unidos comenzaron a cultivar sus tierras. En el sur, era frecuente que cultivaran sandías y las vendieran en los pueblos. Pero los racistas sureños pronto hicieron de esa figura un estereotipo. Los negros, decían, eran flojos, lujuriosos y se contentaban con comer sandías. Hasta allí llegaban sus aspiraciones.

Muchos esclavistas, lo mismo en Estados Unidos que en la Nueva España, consideraban que las negras y los negros eran lascivos, indicios de que eran humanos de segunda categoría. ¿Esta prejuicio es algo del pasado? ¿Han visto circular por Whatsapp a un individuo negro cuyo atributo viril es, por así decirlo, especialmente grande? Aunque la intención sea graciosa y alburera, ¿les parece que esa imagen promueve un estereotipo?

Y la lucha contra los estereotipos va de la mano de la lucha contra el homenaje a personajes racistas y genocidas.  En México, la figura de Hernán Cortés está maldita. No hay estatuas que lo conmemoren ni calles o plazas. Y no sin razón, pues no hay justificación que valga para el genocidio y destrucción de un pueblo. Sin embargo, hemos dado demasiado crédito a la imagen que Cortés cultivó de sí mismo, como si todo hubiese dependido de sus destrezas y de un puñado de españoles. Los aliados tlaxcaltecas fueron decisivos, no sólo en la toma de Tenochtitlán en 1521, sino en la conquista de Centroamérica, de Yucatán, de Sinaloa y los territorios del norte. Los tlaxcaltecas jugaron un papel clave en el sometimiento de otros pueblos nativos. ¿Deberíamos, por ello, cambiarle el nombre al estado y ciudad de Tlaxcala? ¿No les parece que sería llevar las cosas demasiado lejos? Y que me dicen de otros nombres impuestos por los conquistadores, como “Nuevo León”, en recuerdo del reino español de León. ¿Y estados cuyo nombre glorifica a un santo rey católico? ¿Habría que cambiarle su nombre a San Luis Potosí?

En la antigua Roma, era una práctica llamada “damnatio memoriae”, la condena de la memoria de un enemigo tras su muerte. Cuando el Senado decretaba la “damnatio memoriae”, se eliminaban las imágenes, monumentos e inscripciones que recordaran a la persona non grata. Sin embargo, ¿hay que olvidar y borrar de cualquier registro a los injustos y corruptos? ¿O el recuerdo del pasado nos permite reflexionar sobre los actos? Hay que distinguir, me parece, entre la celebración de los abusos y la memoria de los mismos. Y a veces, la línea que los separa no es tan nítida como se piensa. ¿Ustedes que piensan?

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal

 

 

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Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana