El 1 de julio de 2018 es aún una fecha cercana. No goza de la nostalgia del tiempo con la que recordamos el inicio de las otras transformaciones de México y que año con año se celebran como los momentos paradigmáticos de nuestra historia.
El tiempo es, entonces, uno de los factores que actualmente pueden dificultar que se dimensionen los cambios que desde hace dos años se pusieron en marcha en el país. Y es que, en solamente dos años, de manera pacífica y humanista, se han destruido las viejas y enraizadas estructuras que amordazaron la prosperidad de millones de personas en México, al negarles una oportunidad y al no facilitarles mecanismos para que pudieran salir de la pobreza.
La unión entre el poder político y el poder económico ha sido dinamitada. No en un sentido de atacar a las y los empresarios honestos que con esfuerzo han construido un patrimonio propio y, al mismo tiempo, contribuido al desarrollo económico de México, sino bajo la lógica de impedir que el gobierno, y por lo tanto, las políticas del país, estén controladas por unas cuantas personas que, con tal de beneficiarse monetariamente, relegaron por tanto tiempo las necesidades de la sociedad.
Ahora la corrupción no es entendida como algo cultural; ya no es tolerada ni justificada como algo necesario para que el sistema funcione. Al contrario, jurídicamente, los actos de corrupción son castigados como delitos graves, y moralmente son entendidos como incorrectos y dañinos para el progreso de la sociedad en su conjunto. El efectivo combate a la corrupción ha generado ahorros al Estado, pero también ha mejorado la competencia entre las empresas y está llevando ante la justicia a quienes desde el poder lucraron con las necesidades de las personas.
A poco más de un año y medio de iniciada esta nueva forma de gobernar, la política social se ha puesto en el centro del andamiaje estatal. No se trata, como en el pasado, de intercambiar dádivas por favores electorales, sino de apoyar de manera directa —sin la tóxica presencia de intermediarios— a todas las personas que necesiten del auxilio del Estado para salir adelante. El mercado falló y olvidó a quienes no le eran redituables: cada uno de estos hombres y mujeres son el centro de atención primaria de la Cuarta Transformación.
Además, ya no es aceptada la violencia como mecanismo de pacificación. Lograr la tranquilidad del país requiere atender las causas que generan la inseguridad y no sólo reprimir selectivamente a quienes ya habían sido castigados por la naturaleza desigual de nuestra geografía y de los centros de gravedad económica. Éste es quizá el camino que aún falta recorrer más, pero sin duda alguna lograremos transitar hacia un país más seguro y menos desgarrado.
Junto con otras muchas acciones, estos cambios fundacionales vaticinan que el 1 de julio de 2018 pasará a la historia como una fecha que será celebrada por las generaciones futuras, y a la que se recordará como el día en que la democracia, el poder del pueblo, se impuso al poder de unas cuantas personas.
Sin embargo, estos cambios son aún reversibles, y su consolidación dependerá de lo que suceda no sólo en las próximas elecciones de 2021, sino en los siguientes cuatro años de gobierno, durante los cuales tendremos de recuperarnos del duro golpe que la pandemia nos ha propiciado, y habremos de trabajar para que la victoria de la Cuarta Transformación de México venza al fantasma de lo efímero.
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