La mente que no trabaja hace un tonto
Víctor Hugo
A pocas cosas aspira tanto un ser humano como a la objetividad, porque equivale a la verdad y, por tanto, a tener la razón. De ahí que no nos guste lo que no sea comprobable, ponderable, experimentable, y de ahí el famosísimo dicho popular atribuido a Santo Tomás: “Hasta no ver no creer”.
La objetividad como aspiración intelectual se da en cualquier persona y cualquier nivel. Todo mundo quiere ganar una discusión, un reto, una competencia, una confrontación. En ese triunfo ponemos nuestro sentido de la justicia, individual y colectivamente. Perder es injusto.
Y de esta manera pervertimos el valor de la justicia, sobre cuyo significado nadie ha terminado de ponerse de acuerdo desde que Ulpiano dijera que se trata de “la constante y perpetua voluntad de conceder a cada uno su derecho”.
Cuando consideramos que se ha hecho justicia, es decir, que se nos ha dado la razón, nos sentimos seguros, felices, confiados, satisfechos. Así de importante es, pues, este valor y su paradigmático símbolo: la balanza, que solo puede equilibrarse con la virtud de la objetividad.
Todos creemos que podemos ser objetivos, incluso cuando estamos iracundos o tirados al drama, de manera que seguimos discutiendo e intentando imponer nuestro punto de vista porque “es la verdad”.
Bueno, pues déjeme decirle que la única ocasión en que usted podrá ser realmente objetivo será cuando se dé cuenta de que en general no lo es, ni podrá serlo hasta que no cobre conciencia de que su mente se mueve en un espacio limitado y limitante de creencias que son como una jaula, y que con todas las disquisiciones, razonamientos, “nuevas ideas”, argumentos, conocimientos adquiridos e información acumulada y por acumular ha construido usted una rueda de hámster sobre la cual su “mente ficción” da vueltas toda la vida, sin apenas ver lo que la rodea, mucho menos lo que está fuera de la jaula.
Afuera de su jaula, hay una infinidad de jaulas con más mentes dándole vueltas a sus propias ruedas de hámster. Desde las jaulas se gritan unos a otros, pidiendo, reclamando y aún exigiendo, pero no se escuchan realmente, solo oyen sonidos incomprensibles, pues cada mente solo capta una porción de la realidad, la mayor parte de las veces, además, distorsionada por eventos que quedaron sin solución en su vida y que ya no la tendrán, por más que se esfuerce recreando la experiencia para solucionarla.
Se agotará, comerá, dormirá para recobrar fuerzas y al día siguiente, con el piloto automático al mando, reemprenderá en su rueda de hámster la lucha inconsciente por reparar su pasado para mejorar su presente y evitar que se repita en el futuro. Las heridas obviamente continuarán abiertas, porque el evento que las causó ya es irreparable.
Esta incapacidad de darnos cuenta de que somos altamente subjetivos y muy escasamente objetivos se debe a nuestra resistencia a aceptar que no solo no siempre, sino que muchísimas veces no tenemos la razón, y no porque la tenga el de enfrente, que se encuentra en nuestro mismo caso. En realidad, nadie la tiene por completo. El que desee todo el pastel jamás llegará a ningún acuerdo de ningún tipo con nadie, ni amoroso ni amistoso ni fraternal ni político ni económico ni nada.
A nivel colectivo podemos observar esto en las sociedades polarizadas: los bandos se niegan a darle la más mínima dosis de razón al oponente, porque creen que se debilitan y que, por supuesto, es injusto.
Estar identificados totalmente con lo que pensamos y creemos, dando todos los días vueltas en nuestra rueda de hámster, no nos lleva a ningún lado, solo nos agota, nos estresa, hace sufrir y nos arrebata el sentido de vida.
Existe otra forma de vivir, una libre, sana y feliz, soltando aquello a lo que nos aferramos mentalmente, pero es materia del próximo artículo.
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