Sucede en las circunstancias más relevantes –como matanzas y pandemias–, sucede en algunas de infinitamente menor trascendencia –como goleadas y fines de ciclo deportivos–, a mayor desastre más grande es la incomprensión por no haberlo visto venir, por no haber advertido la dimensión de los síntomas.
Lo mismo en la Guerra de Troya que en la Champions League, nada más severo que el desplome en quienes se asumían invencibles o por siempre poderosos. Jugadores que al encajar el enésimo gol parecen citar al Kurtz de Joseph Conrad. “¡El horror! ¡El horror!”.
Lo vimos el viernes en Arturo Vidal desfallecido contra la publicidad vecina a la portería barcelonista, su lacerante respiración parecía la de quien sufre la furia del destino en tiempos bíblicos.
Lo vimos minutos antes, en esa misma Lisboa que nunca sonó más a fado, con una foto en el vestuario capaz de decir mucho más que cualquier otra durante el partido. Lionel Messi con la mirada extraviada y la espalda encorvada, metáfora del equipo al que tanto cargó a base de goles y al que por sí mismo ya no fue capaz de soportar. Ante él, composición digna de una secuencia del cineasta Peter Greenaway, el portero Marc-André Ter Stegen se recarga de donde puede y como puede, semblante de Fausto recién cedida su alma.
Todo analista objetivo sabía que este Barça no daba para demasiado más, que su hecatombe ya había pasado de lo macro a lo micro, que tantas alarmas ignoradas en tantos años llevarían al sistema al colapso. Aunque nadie así. En el fondo se daba al Bayern como ligero favorito, conscientes de que si los dos personajes de la foto consumaban sus habituales milagros (Ter Stegen atrás, Messi adelante), el maltrecho Barça tenía elementos para soñar.
Sin embargo, ningún equipo es más capaz de autodestruirse que éste; sustituyendo a un entrenador que era líder de liga y vigente bicampeón, por otro sin mínima experiencia en esos niveles de gestión; dilapidando una fortuna en jugadores que no valían eso o no servían para lo que en ellos se buscaba (los tres el viernes en la banca: Griezmann y Dembele en la propia; Coutinho, a la postre doble verdugo, en la ajena); prorrogando en la presidencia a quien nunca debió siquiera acercarse a esa silla; triturando su economía cuando aún tenía que haber estado recogiendo los frutos económicos de su ciclo más ganador y mediático; queriendo atribuir al azar y no a la realidad sus goleadas en momentos cumbre en Champions –antes de los ocho goles de Lisboa en 2020, se comió cuatro en París y tres en Turín en 2017, más tres en Roma en 2018 y cuatro en Liverpool en 2019.
Puestos a la sinceridad, nada de que extrañarse, el Barça acumula ya cuatro años yéndose de Europa con estrépito, incapaz siquiera de ser eliminado con dignidad.
Años atrás se publicó en Barcelona un libro llamado “Cuando nunca perdíamos”. En él, grandes plumas reflexionan sobre la era triunfal que trajo títulos en cascada al Camp Nou. Hoy, a la par de revisar videos de aquel ciclo victorioso en youtube, sería necesario leerlo. Sobre todo, para entender todo lo que hubo entonces y dejó de haber. Sobre todo, para dejar de imaginar que por llamar Masía a una academia se producirán talentos a granel. Sobre todo, por siquiera insinuar que tocar la pelota hasta el cansancio basta para dañar al rival. Sobre todo, para revisar su año de publicación y sumar: hasta los cracks con pinta de criaturas de mitología tienen fecha de caducidad; máxime cuando se les ha orillado a jugar en soledad.
Twitter/albertolati