El célebre poeta y matemático persa, Omar Khayyam escribía que la vida era “un difuso tablero de complicado ajedrez”. En medio de esta epidemia del COVID19, vale la pena revisar las lecciones que este deporte-ciencia nos enseña y reflexionar si nuestra vida es una partida de ajedrez en donde hay que analizar cuidadosamente las decisiones que tomamos, sobre todo cuando estamos en una encrucijada como la que hoy vivimos.
Los últimos veinticinco años, he vivido más que con un jugador, con un maestro del ajedrez. Lo he seguido a distintos torneos nacionales e internacionales. He observado con que disciplina analiza cada partida después de muchas horas de juego y como aplica a su vida, los principios del ajedrez.
Lo que más me ha convencido es su vocación por enseñar a otros, sobre todo a los más jóvenes; no solo las distintas aperturas o los finales más célebres, sino cómo el ajedrez permite ampliar la capacidad de análisis, del tablero a la propia vida.
Todavía recuerdo con que entusiasmo organizó en el año 2008, un torneo de simultáneos de ajedrez en la Plaza de los Mártires de Toluca, en el Estado de México; en donde se armó un tablero monumental de sesenta y cuatro cuadros, en cada uno de ellos se ubicó una larga mesa con un joven ajedrecista que jugaba al mismo tiempo, con más de diez personas de todas las edades. La experiencia fue gratísima. Los observadores quedamos muy impactados del talento de los participantes.
Con el ajedrez, la capacidad de discernimiento se fortalece y expande. Como decía el gran maestro internacional, Emanuel Lasker: “cuando veas una buena jugada trata de pensar en otra mejor”. Ante los problemas que enfrentamos, este juego enseña que hay que observar, pensar y preguntar, como sugiere Manuel Azuaga.
Siempre hay que analizar las alternativas, para encontrar la mejor de entre ellas para evitar decisiones impulsivas que pueden costarnos caras.
También enseña a identificar patrones, de manera que cuando los descubramos sepamos cómo podemos seguirlos, para obtener resultados satisfactorios. A no inventarnos jaques imaginarios y a aprender a adelantarnos dos o tres jugadas,
El ajedrez es un juego que reivindica el libre albedrio –como señalara el historiador Al Masudi– a diferencia de los juegos de azar.
Los orígenes del ajedrez son inciertos. Hay quien ubica su origen en la India del siglo VII, es un juego llamado: “Chaturanga”, que significa en sánscrito: “cuatro miembros” –se decía que cada uno representaba los ejércitos hindús–. La leyenda señalaba que durante el Imperio Gupta, en el fragor de una batalla, es muerto un príncipe. Para consolar a su afligida madre, su hermano inventó un juego en donde utilizó un tablero de ocho cuadros por ocho que ya se utilizaba para otros pasatiempos.
Para otros, como Palémedes, el origen del ajedrez se ubicó en la guerra de Troya, donde se ordenaba que, durante los periodos de tregua, los ejércitos jugaran para que no se desconcentraran y se dispersaran.
Cualquiera que fuera su origen, nació con dos características principales: la primera, que cada pieza obedece a reglas diferentes. La segunda es que la pieza principal, pero muy limitada en movimientos, es la figura del rey, cuya suerte determina la victoria o la derrota.
Las figuras que se utilizaban para este juego también han variado de acuerdo al lugar en donde se ha jugado, por ejemplo, en la India era una guerra entre elefantes. Cuando el juego llega a Persia, las figuras toman formas abstractas –por las restricciones que impone el Islam– y se le cambió de nombre a “she” que viene de “sha” o rey. Cuando se decía “sha mat”, es que el rey no tenía escapatoria.
Cuando el juego llega a Europa, pareciera que toma la representación jerarquizada de la sociedad medieval. En el Museo Británico de Londres, se exponen figuras ajedrecísticas que fueron encontradas en la isla escocesa de Lewis, talladas en marfil de morsa y colmillos de tiburón, que representan imágenes con una clara inspiración vikinga.
Siguiendo la ruta de la seda, el ajedrez va tomando otros nombres y características, para deleite de quienes lo practican. Por ejemplo, en China, existe un juego similar que se llama “Go”. La diferencia con el ajedrez, entre otras, es que las piezas son ubicadas en las intersecciones de cada uno de los cuadros del tablero.
En el Imperio mongol de Tarmelan, se diseñó un tablero de once por diez casillas, en donde se establecen ciudadelas o fortalezas.
En Japón, apareció el “Sho-gi”, que tiene muchas similitudes con el ajedrez, salvo que las piezas eliminadas pueden ser utilizadas por el contrincante.
En 1283, Alfonso X recomendaba que las mujeres jugaran al ajedrez, al igual que los viejos, porque ambos se encontraban recluidos en sus moradas.
Se sabe que, en la España de finales del siglo XV, dada la fuerza de la reina Isabel la Católica, se sustituyó una pieza –que solo se movía un cuadro y en diagonal– denominada “alferza” o consejero, por la reina o dama con gran movilidad en el tablero y en consecuencia, la más poderosa. Además, se estableció que cuando un peón llegara hasta la primera línea del bando contrario, podía “coronarse” y convertirse en reina.
Antes de que estallara la Revolución Francesa, el ajedrez fue prohibido durante un corto tiempo, por sus referentes monárquicos.
Santa Teresa de Jesús, patrona de los ajedrecistas españoles, en su obra: “Camino de Perfección”, escribía: “quien no sabe dar jaque, menos sabrá dar mate”.
Otros personajes históricos que se aficionaron con el ajedrez, como Napoleón, Benjamín Franklin, Pushkin, Edgar Allan Poe.
Pero también los países se obsesionaron con este deporte-ciencia. En 1972, durante la Guerra Fría, las dos potencias mundiales más poderosas, se enfrentaban en un tablero. Los ojos del mundo estaban puestos en el Campeonato Mundial de Ajedrez que se celebraba en Reikiavik, Islandia. El representante de la Unión Soviética, Boris Spassky, gran favorito, esperaba tranquilamente a que su oponente llegara al recinto para iniciar la partida. Mientras tanto, el americano Bobby Fischer declaraba a los medios: “el ajedrez es la guerra en un tablero”. A pesar de los pronósticos, Fischer se llevaría la victoria.
Resulta interesante, antes que Kasparov fuera derrotado por la súper computadora de IBM, conocida como Deep Blue, en 1997; ya lo había sido Napoleón, casi dos siglos antes, por un autómata llamado “El Turco”. Este aparato resultó realmente una ilusión, pues quien realmente jugaba era un gran maestro de ajedrez que estaba escondido al interior de la máquina.
El ajedrez es una batalla de damas y caballeros en torno a una mesa cuadrada. Un juego de estrategia en donde dos jugadores no solo ponen en cuenta sus habilidades, sino también su paciencia para visualizar como puede superar a su oponente.
Cada partida es un recuento de los aprietos en que se ponen a las piezas blancas y negras y la habilidad para desactivar el ataque y retomar la ofensiva.
En su libro “Como la vida imita al ajedrez”, Gary Kasparov considerado uno de los mejores ajedrecistas de la historia, nos enseña a ver la vida como un juego de estrategia en el que las ilimitadas opciones de movimiento, todo se traduce en una toma de decisión,
Para quien lo practica, el ajedrez le da armas para tomar decisiones calculadas. Pero sobretodo, la confianza de saber que no importa que tan difícil es la situación que se enfrenta, siempre habrá una salida. Gran lección para los tiempos que corren.