No existe ninguna situación en la vida que carezca de auténtico sentido
Viktor Frankl
Quién no ha sentido una especie de profunda nostalgia por la pérdida de una dicha inexistente, un anhelo vehemente de algo que no podemos identificar, una extraña lejanía de todo, que nos hace preguntarnos qué hay más allá de lo que hasta ahora hemos vivido, o incluso desaliento y sinsentido de la vida.
No pocos habrán dicho “yo”, y esos, además, son los afortunados, porque estas manifestaciones confusas de lo que puede llamarse vacío existencial son en realidad un indicador de que estamos ante una oportunidad de mejorar nuestras vidas.
Si no lo hicimos antes no importa, la sensación volverá y volverá tantas veces como sea necesario para hacer lo que debemos hacer: ser íntegros, es decir, que todas las dimensiones de nuestro ser se unan y armonicen.
En tanto sigamos desconectados de nosotros mismos, no sepamos bien a bien qué pensamos, sentimos, creemos o queremos, el vacío existencial persistirá, no importa con cuántos bienes materiales, dinero, relaciones banales, méritos sociales, actividades y adicciones tratemos de llenarlo, porque su naturaleza es estrictamente espiritual.
Es un grito del alma diciéndonos que no estamos con ella, que vivimos solo desde el ego, que ciertamente nos es tan necesario como el aire que respiramos, pues nos otorga individualidad, nos distingue de los demás, pero se hincha con mucha facilidad, y lo que está hinchado está enfermo.
Hay que quitarle el control al ego. Eso es todo. Se dice fácil, pero hacerlo requiere atreverse a sentir, abrir el corazón, habitar nuestro cuerpo, todo lo cual es sumamente atemorizante ante la posibilidad de ser heridos por otros, a los cuales les hemos dado el poder de hacerlo con su desamor, traición, abandono, desprecio o injusticia, y sobre lo cuales tenemos, a nuestra vez, el mismo poder, porque nos lo han dado.
Muchas cosas cotidianas pueden hacer que aflore el vacío, como una pérdida dolorosa, sin importar si es del trabajo, un ser amado, un hábito o un bien material; un cambio repentino que nos obligue a renunciar a partes trascendentales de nuestra vida, o cualquier situación fuera de nuestro control que nos limite, nos reste libertad, como una enfermedad.
Si nos enfrentamos a ese vacío nos daremos cuenta de que siempre ha estado ahí, solo que habíamos aprendido a no sentirlo, distrayéndonos con las obligaciones, las relaciones, las posesiones, las competiciones, los hábitos y cualesquiera otras circunstancias que pudiéramos controlar, al menos en nuestra imaginación.
Así pues, no hay manera de mantenerlo “enterrado” para siempre. La vida se encargará de recordarnos su existencia. Y si atravesamos por situaciones de incertidumbre como la actual pandemia, que se prolongan en el tiempo y, a través de nuestro pensamiento catastrófico, amenazan con arrebatarnos todo a lo que nos aferramos, con mayor razón el alma nos recordará que el miedo siempre obedece a que estamos desconectados de lo esencial: ella, confinados a una sola dimensión de la existencia: la de los cinco sentidos como base de una construcción irracional e ilógica de creencias a las cuales damos calidad de verdad y realidad mediante la emoción.
Sin embargo, el vacío nos recuerda que sí hay un más allá de esto que creemos es la vida, que hay dimensiones invisibles, pero perceptibles, en las cuales nos negamos a entrar, no solo por miedo a lo desconocido, sino por la creencia de que no se trata más que de mentiras inventadas por nuestra mente.
En tanto continuemos viviendo con ese chip, el vacío interior no solo persistirá, sino crecerá. La única manera de llenarlo y darle multidimensionalidad a nuestra vida es la conexión interna, no solo entre lo que pensamos, sentimos y hacemos, sino entre la mente, el alma, el cuerpo y el corazón, no como un órgano vital, sino como centro de la inteligencia universal, el “calibrador”, el que nos dice que estamos en lo correcto.
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