Héctor Zagal
(Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana)
Al tiempo podemos conocerlo de manera narrativa; como una serie de sucesos que pueden acomodarse según un antes y un después. Pero también podemos interactuar con él de manera tangible, material. No sólo el tiempo vive en los relojes ni en las narraciones, sino que también tiene texturas, formas, olores. Pienso en el desgaste de los objetos; un lápiz que poco a poco va desapareciendo por el uso, una cortina que ha perdido su color original, unos zapatos desgastados, un vino añejo. Las ruinas de algún templo, el tapiz desgastado de una habitación olvidada, la arena de una playa, son vestigios que nos permiten sentir y ver el paso de los años. No olvidemos, claro, los vestigios más contundentes de esto: nuestro cuerpo.
Las fotografías son una excelente evidencia de cómo hemos madurado y envejecido. Pero nada como la experiencia personal de unas manos que han trabajado por años la tierra o un teclado. La persistencia de una angustia o la constancia de una alegría también dejan sus huellas en nuestro rostro a modo de arrugas. Tanto una vida sedentaria como una muy activa pasan factura a nuestras rodillas y espalda. Dicen que también los vicios y virtudes del alma, por igual, transforman la mirada. Por mucho que se intente disimularlo, es imposible rehuir de los embates de los años. Nada permanece igual, ni siquiera uno mismo.
El tiempo puede ser benévolo, pero también muy cruel. Hay una historia que, si bien seguramente es falsa, ilustra muy bien esto. Cuando Leonardo da Vinci recibió del duque de Milán, Ludovico Sforza, el encargo de pintar la escena de la Última Cena en la pared del refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie, se apresuró a buscar modelos para representar a los apóstoles y a Jesucristo. Leonardo era reconocido por su genio y talento, pero no su rapidez. Terminó de pintar la escena entre 1494 y 1498. Podía tomarse días enteros sin realizar ni una sola pincelada, simplemente contemplando la pared. Otros tantos días estuvo en busca del modelo perfecto para Jesucristo, pues buscaba rasgos que revelaran bondad y pureza de alma. Finalmente seleccionó a un joven de diecinueve años. No fue tan difícil escoger a los modelos para los apóstoles, sin embargo, el verdadero reto era encontrar el modelo para Judas Iscariote, el traidor. Da Vinci buscó por mucho tiempo un rostro tan cruel y frío que no dejara duda alguna de la obscuridad de su alma.
En esas estaba cuando un amigo suyo le dijo que en Roma había un sentenciado a muerte por robo y asesinato que cumplía con las características que él buscaba. Se otorgó un permiso especial para trasladar al criminal a Milán el tiempo que Leonardo necesitara para pintarlo. Este hombre posó para da Vinci por meses en total silencio. Cuando ya no fue requerido, Leonardo ordenó a los guardias que lo llevaran de vuelta a Roma. Fue entonces que el criminal rompió su silencio y exclamó desesperado “¡Obsérvame! ¿No me reconoces?”. Leonardo lo miro con cuidado y respondió que nunca lo había visto. Entre lágrimas el reo le dijo “Maestro, yo soy aquel joven que usted escogió para representar a Jesucristo en la pintura”.
Sea verdad o mentira esta anécdota, lo cierto es que el tiempo, y lo que en él hemos hecho, siempre encuentra maneras de dejar prueba de su paso. Lo que somos es lo que fuimos. Aún cuando lo que fuimos no sea lo que somos.
Sapere aude! ¡Atrévete a saber!
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