Quien no tiene paciencia no tiene posesión de su alma

Francis Bacon

 

En un mundo dominado por la impaciencia crónica, de una u otra manera todos somos desalmados. Cuando no nos falta compasión hacia nuestros semejantes, nos falta hacia la naturaleza, hacia otras criaturas cuya vida es igual de valiosa que la nuestra, porque estamos concentrados en la premura interna, ansiosos, sufriendo por ser incapaces de esperar en calma, es decir, de tener paciencia.

La paciencia es el lazo de unión más poderoso con nuestra alma, porque hacer contacto con ella, sentirla, escucharla, mantener una conversación amorosa –que debiera, por otra parte, ser una prioridad en la vida de cada ser humano–, solo es posible en el aquí y el ahora, experiencia que únicamente puede lograrse si somos pacientes, es decir, si sabemos dejar del lado la ansiedad puesta en el deseo y en nuestra necesidad ficticia de que se cumpla cuanto antes.

Siempre estamos esperando algo, deseando algo, planeando, “futurizando” o regresando al pasado con la idea de recuperar lo que perdimos o huir de lo que nos hirió. En resumen, casi nunca estamos vacíos de expectativa, lo cual solo nos puede llevar a dos formas de estar: la paciencia o la impaciencia.

Así que, como habrá sospechado ya, la impaciencia se ha hecho crónica, y tanto se ha normalizado que ni nos damos cuenta de que vivimos inmersos en ella.

En el imaginario colectivo, la impaciencia hace que las cosas sucedan pronto y la paciencia las demora, además de ser muy sufrida, pues resistir la fuerza del anhelo nos puede enloquecer. Falacias, claro.

En primera instancia, la prisa que nos corre para todo, hoy en día, no hace que lo que queremos suceda ya. Solo nos pone en un estado de estrés que va enfermando nuestro cuerpo y nuestra mente, hasta que colapsamos.

La virtud de la paciencia, por su parte, debe desarrollarse. No nos viene en automático, como su polo opuesto. Para ello, debemos primero cuestionar lo que sabemos acerca de ella. Dice el Diccionario de la Lengua Española que es “la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse”. Ciertamente es la idea más común que tenemos de la paciencia y no la hace para nada deseable.

Sin embargo, el mismo diccionario dice: facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho. Lástima que no nos dice en qué consiste saber esperar. Está más allá de sus objetivos.

Para aprender a esperar, debemos primero tener claridad sobre algunos hechos incontrovertibles: las cosas suceden cuando tienen que suceder y como tienen que suceder, aunque nos neguemos a aceptarlo. Como dice el dicho popular: cuando te toca, aunque te quites y cuando no te toca, aunque te pongas.

Nuestro deseo de que los sucesos sean diferentes en tiempo y forma no los cambia. A menos, por supuesto, de que dominemos las técnicas de alquimia interior primero, exterior después, de Hermes Trismegisto. Pero si somos seres humanos comunes y corrientes, lo que mejor nos va es aprender a esperar, es decir, a tener paciencia, lo cual equivale a desactivar la fuerza de la expectativa y, por tanto, la ansiedad, y eso no solo es posible, sino realizable siguiendo una disciplina de autodominio.

Ojo, he dicho disciplina, o sea, un proceso, no un suceso, que requiere esfuerzo y dedicación, perseverancia. Porque hoy todo lo queremos tan rápido y fácil (incluida la paciencia) que preferimos buscar soluciones mágicas o milagrosas, atajos o de plano ilegalidades.

Así pues, tener paciencia implica en primerísimo lugar la práctica del desapego. Deseamos, planeamos, ponemos las cosas en marcha, continuamos trabajando en ellas, atendiendo todo lo necesario para lograr nuestro objetivo, pero quitamos la mirada y la emoción del resultado, y las ponemos en el proceso, lo disfrutamos. Si todos los caminos fueran sufridos, nunca querríamos en realidad esforzarnos por llegar a nuestros destinos.

Una vez logrado el desapego, lo demás es pan comido.

                                                                       

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