Alonso Tamez

En febrero de 1946, George F. Kennan, diplomático en la Embajada de los Estados Unidos en Moscú, mandó a Washington un “telegrama largo” que cambiaría el rumbo de la Guerra Fría.

En 8,000 mil palabras, el funcionario explicó su teoría detrás de la creciente hostilidad de la U.R.S.S. contra sus exaliados, los Estados Unidos y el Reino Unido.

La cada vez mayor intransigencia soviética, según Kennan, no era culpa de los americanos o de los británicos—ni de la bomba atómica en manos de los primeros—, sino de las propias necesidades políticas del régimen estalinista.

Los líderes soviéticos tenían que tratar al mundo exterior como hostil porque esto les daba la excusa perfecta para mantener la dictadura comunista en el este de Europa. La lógica era más o menos así: si únicamente ves clavos, se entiende que solo necesites martillos.

Si el Mariscal Stalin tratara a las democracias capitalistas como amigos íntimos y socios, ¿cómo podría justificar las purgas internas, el control político, la represión, el espionaje y la paranoia?

El “telegrama” de Kennan, publicado en julio de 1947 como artículo en la revista Foreign Affairs, causó un gran impacto en los círculos políticos y diplomáticos.

En palabras de John Lewis Gaddis, su explicación del comportamiento comunista “se convirtió en la base de la estrategia de los Estados Unidos hacia la Unión Soviética durante el resto de la Guerra Fría” (2005: 29-31).

La principal enseñanza de Kennan—que los regímenes autoritarios necesitan un enemigo real o imaginario para aumentar o consolidar su poder y dominación—, hoy resuena en los oídos de millones de mexicanos.

El modelo obradorista, que no es un régimen autoritario pero sí tiene tendencias concentradoras—mismas que tarde o temprano generan represión—, siempre ha necesitado un “enemigo”.

Por eso el presidente divide a la sociedad en dos bandos, el “pueblo” y los “conservadores”. Eso le da la excusa perfecta para atacar esos contrapesos diseñados para limitar su poder.

Si no repitiera una y otra vez que “los conservadores”—es decir, los clavos—lo quieren derrocar y que su “transformación” peligra, ¿cómo podría justificar el acoso presidencial—los martillazos—al INE, al INAI, al Poder Judicial, a los gobernadores de oposición, a los demás partidos, y a los medios? No podría.

Sus ataques quedarían revelados como lo que son: un abuso de poder inaceptable en la aún frágil democracia mexicana, con miras a revivir el híperpresidencialismo que enterramos entre 1997 y el 2000.

@AlonsoTamez