Ser capaz de reírse de sí mismo es la madurez
William Arthur Ward
Todos somos, de una u otra manera, inmaduros y maduros a la vez, porque la madurez es un proceso de crecimiento de toda la vida, que va por etapas, por aspectos de la personalidad y, lo más importante, por cada herida sanada.
Es, por tanto, una cuestión de conciencia, ergo, de autoobservación constante, cambio continuo, aceptación y adaptación voluntarias, lo cual requiere una gestión proactiva y permanente de nuestras emociones y una reprogramación mental que nos lleve a “pensar fuera de la caja”.
Así planteado, ya no suena tan fácil madurar. Se nos cae la idea de que se trata de llegar a una edad determinada, resignarse, sentar cabeza, ser serio, puntual, organizado, disciplinado, estoico, poco expresivo emocionalmente, formar una familia y varios otros aspectos que hemos relacionado con la madurez.
Resulta que podemos tener todas esas características simplemente como patrones aprendidos, generacional o personalmente, para construir y fortificar nuestras zonas de confort o estancamiento, de manera que nos volvemos rígidos e inflexibles porque es la forma de evadir el cambio –inevitable por cierto, bueno o malo–, que representa un paso más hacia la madurez.
Todo este patrón de conductas y actitudes ha sido históricamente el modelo de adulto, una etapa de la vida en la que “milagrosamente”, se alcanza la madurez. Hoy el paradigma está en descomposición, igual que aquel que nos decía que ser “un intelectual” nos hacía maduros; no obstante, las redes sociales nos han demostrado, todos los días, en todo el mundo, que se puede poner la intelectualidad al servicio de la insanidad emocional y mental.
El día que realmente crecemos, nos dice el escritor motivacional John C. Maxwell, con más de 80 libros en su haber, es cuando asumimos la responsabilidad total de nuestras actitudes, pensamientos y emociones, resultado de nuestras creencias o paradigmas.
Por eso, madurar implica también cuestionar continuamente lo que creemos, conocer cada pensamiento y emoción que lo reafirma, aceptar que estamos equivocados y derrumbar la estructura mental y emocional que en esos momentos nos sostiene, tolerar confiadamente la incertidumbre previa al descubrimiento de una nueva visión, que nos permitirá realizar ese cambio indispensable para dar un paso hacia la madurez.
En el proceso de la madurez, las fases más difíciles son la aceptación de que estamos mal, porque el ego protesta indignado, y el miedo a la incertidumbre, porque todos, casi sin excepción, basamos nuestra seguridad en “saber”, para “controlar” todo, menos a nosotros mismos. Confundimos el autodominio con la autocensura y la autorrepresión.
Casi ningún ser humano tiene colmadas sus necesidades psíquicas básicas, por eso todos solemos, de diversas formas, atraer la atención para ser amados, reconocidos y valorados, o nos retraemos, nos encerramos en nosotros mismos, para no ser vistos ni vulnerados por el afecto y la generosidad de otros, por miedo a ser lastimados, abandonados, humillados, presionados, controlados.
Las actitudes y conductas derivadas de las heridas de la infancia y las carencias insatisfechas, para atraer o repeler a los otros, son signos de inmadurez en determinados aspectos de nuestras vidas. No importa cuánto las hayamos justificado y disfrazado.
Por eso la clave de la madurez está en la introspección con conciencia, para descubrir los asuntos personales no resueltos. Siempre los habrá. El crecimiento es continuo e interminable. Pensar que llegamos a un momento de nuestras vidas en que hemos arribado a la madurez y ya no tenemos que hacer nada más, es un signo de inmadurez.
Lo cierto es que la madurez nos permite abandonar el drama y a no tomarnos a nosotros mismos tan en serio, a dejar la identificación emocional “automática” con las causas ajenas, para ver objetivamente el contexto y, así, lo que oculta el detalle. Es más parecida al estado de autoconfianza de la niñez, que al miedo a todo y a nada que nos atenaza en la edad adulta.
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