Por: Arturo Rivera y Daniela Wachauf

En las inmediaciones de Metro Garibaldi, en un local de tacos callejero, Gabo limpia el puesto de metal con ahínco. Su aspecto es limpio y su rostro, aunque sonríe, tiene un dejo de tristeza.

Sin embargo, quien lo viera no se imaginaría que este hombre ha vivido desde los seis años de edad en la calle, durmiendo bajo un techo un día sí y otro no, pasando hambre, frío y sed.

Mientras narra su historia, su voz es tranquila, con la resignación de alguien a quien el pasado ya no puede afectarle: Su madre falleció y su padre, un golpeador, lo maltrataba al punto de que, con la mentalidad de un niño, decidió fugarse de su casa, en el estado de Hidalgo.

“Mi papá me pegaba mucho, recuerdo las palabras malas que me decía, ‘ya no está quien te defienda ahora vas a hacer lo que te diga’.

Llegó a la Ciudad de México en un camión de naranjas, y fue hasta arribar a la Central de Abasto donde el conductor y su ayudante se dieron cuenta del polizón.

“Me bajaron ya empachado porque comí mucha fruta y me cuestionaron por qué estaba en el camión… que si les había robado, pero les comenté que me escapé”, dice, recargado contra la pared de un estacionamiento.

Le ofrecieron llevarlo de vuelta a su tierra, pero el niño prefirió probar fortuna en la ciudad a volver bajo el yugo de ese padre golpeador y que no le quería.

Con hambre y con frío, a su corta edad pasó su primera noche en la calle al lado de un basurero, a unos metros de la Central de Abasto.

Sin dejar de meter las manos en los bolsillos, Gabo resume gran parte de su vida en un instante: “Entonces me quedé viviendo en la calle porque no me gustaba obedecer… y como desde muy niño conocí las drogas, pues me gustó”.

Pasaron los años y con ellos chambitas aquí y allá, acostándose sobre vidrios, limpiando parabrisas, vendiendo paletas en los microbuses y también como payaso, cocinero y lavaplatos.

“Este último trabajo es de limpiar los platos, aquí gano como 170 pesos diarios; antes estaba en una pizzería, percibía más y me pagaban a la semana, pero por rebeldía lo dejé porque no me gustaba mucho”.

Otro caso es el de Jorge, quien está en la calle desde los siete años de edad; en su hombro trae una franela con la que limpia los autos cuando el semáforo en el que opera se pone en rojo.

Observa a los jóvenes de la organización El Caracol, que ataviados con un traje rojo y portando una careta debido a la pandemia, reparten cubrebocas, gel y cargan con un garrafón de agua para que la “banda” pueda asearse.

Jorge se lava las manos y la cara, tras lo cual se sienta en la banqueta y comienza a narrar su historia; solo pide que su rostro no salga en la entrevista.

“Mi horario de limpiaparabrisas es de 8:00 a 22:00 horas; en promedio vengo sacando entre 150 o 200 pesos diarios. Salí del reclusorio en 2006 y ya no quise seguir delinquiendo, entonces un amigo me enseñó esto, luego El Caracol me consiguió trabajo como guardia de seguridad privada en el Palacio de Iturbide, en el Centro Histórico, pero por la pandemia lo cerraron y me regresé de limpiaparabrisas”.

“Con la actual chamba sustento a mi familia. Vivo con mi esposa Erika, tengo un niño de 11 años y por la situación del Covid-19 estoy viviendo en un albergue por la colonia Margarita Maza de Juárez, Atizapán de Zaragoza, en Estado de México”.

La decisión de vivir en la calle la tomó porque sufría violencia física. Sin expresión en los ojos refiere que su mamá era drogadicta y el papá alcohólico.

“Ya en la calle, pues estaba niño, me iba bien, muchas veces el gobierno hacía redadas y obligatoriamente nos llevaban a albergues; después tuve que aprender a delinquir porque la gente ya no me regalaba dinero, desafortunadamente por robo a un vehículo caigo al Reclusorio Norte y me aventaron 12 años”.

De esos 12 “solamente me aventé tres y terminé primaria, secundaria, fuimos campeones de fútbol; aparte hice cursos, estaba comisionado, creo que eso contribuyó a obtener mi libertad, además de que era primodelincuente”.

A su pareja la conoció en la colonia Guerrero y también ha llevado una vida muy difícil, ya que el papá de su primer hijo la abandonó.

“Al principio la apoyaba y luego formamos una familia; llevamos juntos desde 2007 su hijo tiene 13 años y el mío 11, los dos estudian… Gracias a Dios, de hambre no me muero y ya que se componga esto voy a tener la iniciativa de conseguir otro trabajo, porque ya no me alcanza para vivir bien” ”.

Por su parte, Marianita dejó su casa a los 12 años y hoy carga a un bebé entre los brazos; también solicita que no le tomen fotos a su rostro mientras relata que, al morir su madre, su papá optó por dejarla en una casa hogar en Toluca.

“No me gustaron los tratos. El internado era de monjas, nos pegaban y escapé… llegué a Tepito, los primeros días en la calle fue raro, pasé hambre, frío y la viví bien feo, no tenía ni donde bañarme, pero por medio de compañeros conocí albergues donde me permitían asearme y me dedicaba a limpiaparabrisas”.

Actualmente es comerciante y vende dulces, aunque admite que con la pandemia las ventas bajaron, pero se alegra cuando dice que ya cuenta con un lugar donde vivir, que consiguió con la ayuda de El Caracol.

La organización civil El Caracol trabaja con niños, jóvenes, adultos y personas con discapacidad que viven en las calles de la CDMX.

FRASES

“Vivía en Nezahualcóyotl… A ellos (mis padres) les preocupaba más el vicio que darnos escuela. Esa vida no me gustó; entonces tomé la decisión de irme a la calle”
Jorge

“Llevaba conmigo un short, chanclas y una camisa de tirantes… me di cuenta que los chavos buscaban cartones, bolsas de plásticos, periódicos que simulaban ser las cobijas y las botellas las inflaban y eran las almohadas, entonces hice lo mismo”
Gabo

LEG