Joanna Moorhead se enteró por casualidad en Inglaterra, hace 15 años, que su prima Prim, a quien no conocía más que por fotos caseras de sus tíos Maurie y Harold y por la versión de que era la oveja negra de la familia, gozaba de fama al otro lado del Atlántico, como la pintora más importante viva de un movimiento que en Europa fue protagonizado, en general, por hombres y en México, por mujeres.
La prima Prim no era otra que Leonora Carrington (Lancanshire, 6 de abril de 1917-Ciudad de México, 25 de mayo de 2011), que para entonces contaba con 89 años y sólo había regresado a su ciudad natal en 1978, en barco porque se negaba a volar en avión, para el funeral de su madre, donde había vuelto a pelear con sus tres hermanos y prometido no volver a poner un pie en el mismo continente que ellos.
La historia la cuenta la misma Moorhead, escritora y periodista londinense de The Guardian, nacida también en Lancanshire, en un libro que publicó seis años después de la muerte de la pintora inglesa, en 2017, en la excelente colección Noema de editorial Turner: Leonora Carrington, una vida surrealista, en traducción de Laura Vidal sobre el original The Surreal Life of Leonora Carrington, (Virago, 2017).
Y nada más surrealista en la vida que elegir México para vivir. Lo supo Breton, que sólo vino de visita, aunque en su Antología del humor negro ya encumbraba al país dentro del culto surrealista. Carrington llegó en 1942, huyendo de la guerra de la mano de Renato Leduc, sí el poeta himenoclasta que, si bien propiamente no era un surrealista, sí que escribía versos hasta para el antiguo y divino arte de orinar.
O que uno de los momentos más dolorosos y dramáticos en la vida de Carrington en Inglaterra fue su “presentación en sociedad” en 1935 en el Palacio de Buckingham ante el rey Jorge V, invitada como hija de nuevos ricos y sometida a rituales y vestuarios totalmente ajenos a alguien para quien su mejor amigo era un pony. De esa experiencia que, según Moorhead, era la que Carrington recordaba con mayor claridad porque tuvo que usar una tiara que se le clavaba en el cráneo, escribió más tarde en Francia el cuento Las debutantes, sobre una niña que en esa ceremonia manda en su lugar a una hiena.
Moorhead se enteró de que su tía vivía aún en México gracias a una historiadora de arte mexicana que conoció en una fiesta de vecinos y con la que el único tema que se le ocurrió para hablar fue Frida Kahlo. Ante la sorpresa de que Prim no sólo vivía, sino que era adorada casi como una sacerdotisa del surrealismo; no, igual que a una diosa, como buena periodista recurrió a una fuente acreditada: Google.
Después de investigar con su padre, que no había vuelto a ver a Prim desde que él tenía cinco años, Moorhead localizó a Leonora Carrington en México, quien aceptó recibirla en su casa de la colonia Roma, que apenas este 25 de mayo, Alejandra Osorio, directora Cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), anunció que será convertida en museo, para exhibir más de 8 mil 600 objetos de Carrington y su familia; un hijo de la pintora, Pablo Weisz Carrington,vendió la casa a la institución con la condición de que se convirtiera en un museo y a cambio recién donó obras de la artista inglesa.
Una corrección le hizo la pintora a su prima: que no le dijera más Prim, porque ya era Leonora. Prim, de hecho, era un apodo familiar que se le quedó, según la periodista, porque un amigo de su padre le dijo alguna vez de niña: “¡Qué primor!”. Por supuesto, para el carácter que Moorhead perfila de su prima en Leonora Carrington, una vida surrealista no encajaba para nada en semejante apodo infantil.
Cómo iba a aceptarlo cuando se fugó a los 20 años con Max Ernst, de 47, y miembro del selecto club de surrealistas en París, entre ellos Paul Éluard, André Breton, Marcel Duchamp o Salvador Dalí.
Los padres de Leonora, de hecho, sólo aspiraban a que tuviera “una buena boda”.
Según Moorhead, “la vida de Leonora Carrington no había sido ningún camino de rosas. Había elegido la vida difícil, sufriendo mucho en consecuencia, y llevaba su fortaleza como una insignia del valor que se había ganado a pulso”. Ni siquiera la relación con Ernst fue en paz, dadas las infidelidades de éste.
No obstante, a pesar de haber roto con su padre, que no dejó de perseguirla en sus cuentos, como en La dama oval, en el libro se detalla como un idilio el verano que pasó con Ernst en Lambe Creek, a seis horas de Londres, en una suerte de comuna, muy sexual, que “algunos historiadores del arte han descrito como la mayor reunión de surrealistas británicos en suelo inglés”, que incluyó, además de la pareja, a Roland Penrose y Lee Miller, Paul Éluard y su mujer Nush, el poeta Joseph Bard, el fotógrafo Man Rey y su pareja, la modelo filipina Ady Fidelín, Henry Moore y su mujer Irena, entre otros.
El encuentro entre parientes también fue de reencuentro con el pasado europeo de Carrington, como cuenta Moorhead que la pintora le preguntaba sobre tal o cual cosa de su familia o incluso de cómo se encontraba la cabaña que ella y Max Ernst ocuparon en Les Alliberts, al sur de Francia, que habían rematado –regalado– con todo y obras y memorabilia de la pareja, para huir de los franceses al declararse la guerra contra la Alemania nazi y evitar, infructuosamente, que el artista, por su origen alemán, fuera a parar a un campo de concentración local como enemigo y después deportado a Alemania como ciudadano del Tercer Reich. El artista, a la postre pasó el tiempo en varios campos de concentración, y Leonora se dio cuenta –según Moorhead– que no podía quedarse atada a él, aunque lo amaba y admiraba, y emprendió la huída que para 1942 la trajo a México, país donde echó raíces.
De esa visita a mediados de la década antepasada a Les Alliberts, 70 años después de la fuga fallida, la periodista logró recuperar unas cartas de Ernst que el nuevo propietario quiso devolver a Leonora Carrington, cuya cabaña –cuenta Moorhead– sorprendentemente se hallaba intocada, como la dejaron.
Leonora Carrington, una vida surrealista es un libro ameno, aunque breve, en donde Joanna Moorhead incorpora mucho de las revelaciones que le hizo su prima Leonora a lo largo de los encuentros que tuvieron de 2006 a la muerte de la artista, que relatan esa vida azarosa que llevó hasta llegar a México.
Tras su llegada al país, en la década de los cuarenta, produjo la mayor parte de su obra (aproximadamente 200 cuadros y 68 esculturas además de varias litografías, y también generó obra en la literatura, ilustración, vestuario, escenografía y telar). Leonora Carrington estableció una fuerte amistad con artistas exiliados, entre ellos Kati y José Horna, Benjamin Peret, Remedios Varo y Emerico Chiki Weisz —con quien se casaría en 1946—, quienes representaron un vínculo con las vanguardias europeas y una contraposición a la estética nacionalista, aún imperante en esa época.
El contacto con artistas surrealista europeos fue determinante en su trabajo artístico, ya que le permitió explorar nuevos modos de percepción para dar forma a sus ideas y recuerdos de infancia.
Autora de obras como La giganta (1947); Autorretrato (1937, colección del Met), Down Below 1940), Are you really serious? (1953), en literatura La corneta acústica (1974), El séptimo caballo y otros cuentos (1992), así como La casa del miedo: memorias de abajo (1992), encontramos gnomos, duendes, gigantes y fantasmas como parte de sus personajes míticos y fantásticos.
En el contexto del décimo aniversario luctuoso de la artista inglesa que se conmemoró este 25 de mayo, el Fondo de Cultura Económica (FCE) acaba de editar Cuentos completos de Leonora Carrington, que reúne en un solo tomo su relatos publicados en La casa del miedo, El séptimo caballo e incluye tres cuentos inéditos en español: “El camello de arena”, “El vuelo de Mr. Gregory” y “Jemima y el Lobo”.
Según Moorhead, muchos de esos personajes fantásticos tienen influencia de las historias de Irlanda que contaron a Leonora su madre Maurie, “una gran fabuladora a la que le encantaba contar historias sobre relaciones con personajes históricos irlandeses, tanto reales como míticos”, y de su abuela, ambas, agrega, “le dieron a Leonora materia prima para su vida, una forma de mirar el mundo en el que había amplio margen para lo inexplicable, lo espiritual, lo místico, lo extraño”.
“En esencia –agrega–, era un mundo naturalmente surrealista mucho antes de que Leonora hubiera oído la palabra ‘surrealismo’; de hecho, Irlanda, al igual que México, fue surrealista siglos antes de que Guillaume Apollinaire acuñara el término, o de que André Breton y compañía redactaran los manifiestos del movimiento”.
LEG