Héctor Zagal
(Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana)
La guerra es terrible. Destruye vidas, comunidades, entornos humanos incluso, ambientes naturales. Los costos de la guerra son altísimos. El duque de Wellington, famoso por haber derrotado a las tropas napoleónicas en Waterloo, dijo alguna vez que “al margen de una batalla perdida, no hay nada más triste que una batalla ganada” . La guerra también, parece ser, al menos para algunos y bajo ciertas circunstancias, necesaria. ¿Qué hacer cuando la diplomacia no puede detener una invasión o un genocidio? Algunos teólogos y filósofos escolásticos reflexionaron sobra las condiciones para que una guerra pudiese ser justa y concluyeron, grosso modo, que sólo podía ser justa si: 1) Se hubiesen agotado los recursos pacíficos para resolver el problema; 2) Fuese en legítima defensa; 3) Se consiguiese un bien mayor con la guerra; 4) Se redujera al mínimo el sufrimiento de la población civil. Si es así, tenemos que encontrar un bien lo suficientemente valioso para justificarla. ¿Qué estarían dispuestos a sacrificar por la paz o la libertad? La cuestión es triste, compleja y difícil.
De las muchas razones que se han presentado para iniciar una guerra, hay unas más insólitas y absurdas que otras. Una de estas últimas tienen que ver con un animalito perdido, o al menos eso dicen. Vamos a 1925, cuando las tensiones fronterizas entre Grecia y Bulgaria estaban más o menos controladas. Bueno, quizás no lo suficiente. El 19 de octubre, en Petrich, población fronteriza entre ambas naciones, un soldado griego fue abatido por un tiro tras cruzar a territorio enemigo. ¿Su intención? Recuperar a su perro extraviado. El conflicto provocado duró sólo cinco días, pero en ese tiempo, murieron doce búlgaros. Siete de ellos eran civiles.
Lamentablemente no todas las guerras son tan cortas. Pero el incidente de Petrich, también conocido como el incidente del perro extraviado, no es la guerra más corta de la historia. Este título lo ostenta el enfrentamiento entre Reino Unido con el sultanato de Zanzíbar, en África oriental. En 1890, los imperialistas británicos declararon Zanzíbar un protectorado. Esto, entre otras cosas, implicaba que cualquier sucesor del sultán debía ser aprobado por Reino Unido. Las cosas iban relativamente bien hasta que el sultán Hamad ibn Thuwaini, favorable a la administración británica, murió de manera sospechosa el 25 de agosto. El cuerpo seguía caliente cuando Khalid ibn Barghash se declaró sultán. Esta sucesión, además de no haber sido aprobada por Reino Unido, ponía en jaque el control británico en Zanzíbar. Pronto la fuerza naval inglesa se reunió en el puerto de Zanzíbar y apuntó hacia el palacio real donde Khalid se había resguardado. Sin conseguir que abdicara a favor de un candidato favorable a los intereses británicos, la marina inglesa descargó sus cañones contra el palacio a las 9 am del 27 de agosto de 1896. Después de 38 minutos de bombardeo, Khalid había sido vencido.
¿Quieren una historia más? Gracias a Napoleón, sabemos que invadir Rusia en invierno no es una buena idea. Sin embargo, invadirlo en primavera tampoco es buena opción. ¿Saben por qué? El siglo XIII estuvo plagado de Cruzadas cristianas para recuperar Tierra Santa, que entonces estaba dominada por el islam. Tristemente, tabién hubo enfrentamientos militares entre católicos y cristianos ortodoxos. En el contexto de las cruzadas bálticas, la Orden Teutónica se enfrentó a la República de Nóvgorod el 5 de abril de 1242. El sitio de batalla fue un lago, pero no fue una lucha naval. El lago Peipus, ubicado en la frontera de Estonia y Rusia, estaba congelado, permitiendo que las tropas de Alejandro Nevski se enfrentaran a los cruzados católicos de la Orden Livona, del Obispado de Dorpat y del Reino de Dinamarca. La batalla fue feroz, pero atropellada. El piso helado traicionaba a los pies de los soldados. Después de unas horas, los exhaustos soldados cruzados se retiraron para reorganizarse y recuperar el aliento. Pero la capa de hielo para entonces era bastante delgada y las vibraciones provocadas por su huida, sumada al peso de sus armaduras y mallas, rompieron el hielo y devoró a los cruzados. La película “Alexander Nevski” (1938), dirigida por Serguéi Eisenstein, reproduce este evento histórico.
¿Conocían estas batallas?
Sapere aude! ¡Atrévete a saber!
@hzagal
EAM