Una mujer como Felícitas Sánchez y su perfil criminal son dignas de una historia de terror, porque nadie puede imaginar que eso suceda en realidad, tanta crueldad y sadismo juntos, una serie de pensamientos que decidió materializar en contra de los niños que fueron sus víctimas.
“La Trituradora de angelitos”, “la Ogresa de la Col. Roma”, “La Espanta-cigüeñas”, son algunos de los apodos que le pusieron a Sánchez luego de que se hiciera pública su historia. Aunque en realidad se le considera, según la criminología, como un “Ángel de la Muerte”, una persona que tiene en su historial varios asesinatos, una asesina en serie.
Como la mayoría de los casos de asesinos en serie, Felícitas era una mujer con una gran inteligencia. Era enfermera de profesión, vivía en un departamento de la colonia Roma en un entonces Distrito Federal de la década de 1930.
Rechazo a la maternidad
De niña sufrió de una relación turbia con su madre. Se cuenta que su mamá no la quiso, y aunque no se sabe si la abandonó, se habla de un rechazo profundo a una pequeña Felícitas.
Una historia triste que puede justificar su aberración por la maternidad, pero se sabe que siendo una niña gozaba de asesinar a perros y gatos callejeros con veneno.
Logró terminar una carrera como enfermera y casarse con un hombre pusilánime, Carlos Conde, un sujeto débil y manipulable que fue cómplice de algunos de los crímenes de su amada esposa.
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Con Carlos Conde, Felícitas engendró a dos gemelas, sus primeras hijas. A pesar de ser enfermera no podían solventar los gastos de tener a las niñas, por ende, decidieron venderlas.
Veracruz es el estado natal de Sánchez, lugar donde ha ocurrido todo lo narrado hasta ahora. Conde estuvo de acuerdo con vender a sus hijas, no obstante, cambió de parecer a última hora.
A pesar de sus esfuerzos nunca logró que su esposa cambiara de opinión. Las gemelas Conde se vendieron y Sánchez jamás le dio detalles sobre a quién o dónde pudieran estar.
Colonia Roma
Distrito Federal, la capital de un México en desarrollo, lugar al que decidió mudarse Sánchez luego del fin de su relación con Conde, pues jamás pudo perdonarle ofertar a sus niñas.
Felícitas llegó entonces a un departamento de la Colonia Roma, una de las partes más viejas de la Ciudad de México. Rentaba a una señora que vivía con ella, aunque solo llegaba a dormir al lugar.
La calle Salamanca No. 9, su residencia era un conjunto de departamentos, o como se conoce popularmente una vecindad.
Para solventar sus gastos, la enfermera estableció su propio negocio de atender partos.
Aborto, un privilegio
El aborto siempre ha existido en la condición humana, sea legal o no, pero en el caso de que no lo sea se convierte en un privilegio al que pocas mujeres pueden acceder.
A Salamanca No. 9 comenzaron a llegar mujeres adineradas. Hoy en día la colonia Roma es considerada un área de la clase media alta, no obstante, en 1930 era una zona popular.
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Un evento extraño que levantaba sospechas, aunado a que las tuberías del drenaje se tapaban con frecuencia y un humo negro con aroma desagradable.
Para arreglar el tema del drenaje, la mujer contrató a un plomero de nombre Salvador Martínez Nieves, quien se convirtió en su cómplice por una cantidad de dinero extra.
El negocio comenzó a prosperar, incluso hacía visitas a domicilio, no importaba nada; edad, condición o tiempo de gestación, eso no era un problema.
De hecho llegó a quedarse con algunos bebés recién nacidos, pues como en el caso de sus hijas, estos podían venderse a un buen precio.
México en guerra
Recordemos que Felícitas vivió un periodo de la historia mexicana en la que hubo un dictador, Porfirio Díaz, y una rebelión en su contra. Antes de la revolución Sánchez intentó vender a otro infante, pero fue arrestada.
Pagó una multa y salió para seguir con su vida. En 1930 las cosas iban más o menos mejor, el tráfico de infantes no iba a desaparecer con el nuevo régimen.
Aunque los niños que no lograba vender terminaban muertos por diversas causas.
Disfrutaba de parodiar a una madre amorosa, incluso le prometía a las mujeres que entregaban a sus hijos -que no querían- que les conseguiría un buen hogar.
Les daba alivio a su angustia y al remordimiento por abandonar a sus bebés, sin saber que les esperaba el infierno en la tierra.
A los recién nacidos les propinaba baños de agua helada, no los alimentaba en periodos considerables de tiempo, dormían en el piso y cuando llegaba la hora de comer se trataba de carne y leche podrida.
Angelitos que no sabían el porqué de estos tratos, seres sin la madurez mental para procesar las razones de esta mujer para torturarlos hasta la muerte, así como a los perros y gatos que asesinaba de niña.
Felícitas Sánchez intentaba variar sus asesinatos, pero su favorito era la asfixia, estrangulaba a los pequeños o los envenenaba. A unos los descuartizó vivos o les prendía fuego.
Los restos de los niños terminaban en la cañería de aquella vecindad de Salamanca No. 9, el humo negro y desagradable era el de los cuerpos de los niños.
Tapón de carne
Aunque la obstrucción del drenaje era común y un problema del que se encargaba Roberto Sánchez Salazar, un plomero cómplice de Felícitas, un 8 de abril de 1941, Francisco Páez, dueño de una tienda en el primer piso de los departamentos, decidió hacerse cargo de este problema de una vez por todas.
Páez contrató a un plomero y varios albañiles para encargarse del problema y que no volviera a suceder.
Ellos abrieron el piso para acceder al registro y se encontraron con una pesadilla, un tapón de carne putrefacta, material quirúrgico ensangrentado y entre lo encontrado un pequeño cráneo humano.
Este caso atrajo a la prensa de la época y la policía, quienes dieron seguimiento de lo ocurrido.
La principal sospechosa, por su negocio como partera, era Felícitas. Los agentes de policía acudieron entonces a su departamento, pero solo pudieron hablar con la dueña de este, quien dejó entrar a los oficiales a la casa.
Los elementos entraron a su cuarto, lugar al que nadie había accedido nunca, y encontraron -según los registros- un altar con veladoras, fotografías y ropa de bebé.
Gracias al éxito como partera y traficante de menores, Felícitas consolidó una miscelánea que llamó “La Quebrada”, que era la fachada para una clínica clandestina.
La policía cateó este lugar para dar con Sánchez, pero de alguna forma ella escapó.
Tres días después de haberse descubierto la razón por la que se tapaban las tuberías del drenaje, cae en manos de la policía, Salvador Martínez Nieves, el plomero cómplice.
Martínez Nieves aceptó los crímenes que sucedían en el lugar y que por miedo a ser relacionado con Sánchez, -supuestamente- no denunció.
Ese día, el 11 de abril de 1941 fue capturada junto a su amante, Alberto Covarrubias con quien pretendía huir de la ciudad. Con “el Beto” -como le decían- procreó a su última hija, misma que nació en 1939.
El Beto era también llamado por Felícitas como Roberto, se refirió a él en un testimonio sobre cómo llevaba a cabo los crímenes, como si de tirar basura se tratase.
“Una mujer me dijo que había soñado que su hijo iba a nacer muy feo, que por favor le hiciera una operación para arrojarlo. En efecto, aquella criatura era un monstruo: tenía cara de animal, en lugar de ojos unas cuencas espantosas y en la cabeza una especie de cucurucho. A la hora de nacer, el niño no lloraba, sino bufaba. Le pedí al señor Roberto que lo echara al canal, y él le amarró un alambre al cuello”.
Cuenta el testimonio plasmado en “La Ogresa de la colonia Roma”, un artículo sobre Felícitas.
Además, señaló de propia mano su modus operandi en cuanto a los abortos.
“Efectivamente, atendí muchas veces a mujeres que llegaban a mi casa… Me encargaba de las personas que requerían mis servicios y una vez que cumplía con mis trabajos de obstetricia, arrojaba los fetos al WC.
Así es la justicia mexicana
El caso es increíble, uno de los sucesos más secos de la historia de la Ciudad de México, pero la justicia mexicana a veces suele dar veredictos que asombran de igual o mayor manera.
Cuando detuvieron a “La Trituradora de Angelitos”, como le apodó la prensa, tuvo que ser recluida de otras reclusas por su nivel de peligrosidad.
Una vez dentro del confinamiento, Felícitas se comportó de una manera infantil, hacía berrinches; se tiraba al piso y pataleaba entre gritos. Para poder trasladarla de un lugar a otro era necesario arrastrarle.
Además, lloraba la mayor parte del día y solía repetir, a veces a gritos, “quiero irme de aquí”.
La Ogresa era famosa antes del destape de sus crímenes, era una partera que practicaba abortos a mujeres privilegiadas. Su abogado ideó una estrategia para aminorar la condena que le esperaba.
Amenazó con revelar los nombres de las clientas de Sánchez, nombres de mujeres vinculadas a círculos poderosos. Un verdadero escándalo.
Tras la amenaza y a pesar de las pruebas y el carácter de las mismas, Felícitas logró salir de la cárcel en tan solo tres meses.
Los cargos que enfrentaba eran aborto, inhumación clandestina de restos humanos, delitos contra la salud pública y responsabilidad clínica y médica; sin embargo, no eran considerados delitos graves por lo que alcanzó derecho a fianza.
La fiscalía entonces recurrió a dos ases bajo la manga: el plomero y su examante, ambos dispuestos a terminar de hundir a su cómplice y mente maestra.
Con lo que no se contaba era que el juez que llevaba el caso se declaró incompetente para seguir con el caso. Aunque no se sabe la razón exacta por la que desistió se han considerado amenazas o sobornos.
Carlos Conde regresa a la escena y se dispone a pagar la suma de 600 pesos para que Felícitas pudiera salir de prisión en junio de 1941.
Vive lento, muere rápido
A pesar de su victoria con la justicia, Felícitas Sánchez supo que jamás podría volver a hacer lo que solía. El daño estaba hecho y todos lo sabían.
Una noche escribió tres cartas, dos de ellas para quienes la representaron legalmente y la última para su última pareja.
Se dice que en dichos escritos jamás mostró algún tipo de arrepentimiento por sus actos, ni siquiera mencionó a sus hijas y posiblemente tampoco veía su muerte como un suceso triste.
El 16 de junio de 1941 decidió acabar con su vida de una sobredosis de Nembutal mientras todos dormían.
La hija que no vendió pasó a estar bajo la tutela del Estado y no se supo más de su caso.
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