Dar representación olímpica a los refugiados, como si constituyeran un país, ha sido uno de los mayores aciertos en la historia del deporte.

No sólo porque, por cantidad, hoy los 84 millones de refugiados y desplazados serían una de las veinte naciones más pobladas del planeta. Sino, sobre todo, por la visibilidad y consciencia que de esa medida se desprenden: en momentos de máxima audiencia, cuando tantísima gente que normalmente no se acerca a estas temáticas está apasionada ante el televisor, se coloca a los refugiados en el debate y, por ende, la imperiosa necesidad de empatía.

Sin embargo, más allá de lo que implica tener a esa delegación como segunda que desfila en Olímpicos y primera en Paralímpicos, más allá de la trascendencia de repetir las historias de sus atletas para dimensionar lo que decenas de millones viven hoy en el planeta, existen numerosos sitios donde el deporte puede encontrarlos.

Hoy ha sucedido en el futbol y, nada menos, que en un estratégico fichaje consumado por el Real Madrid. Entre la presentación en el estadio Bernabéu de Eduardo Camavinga y sus primeros años de vida en un campamento de refugiados, apenas habrán transcurrido unos 18 años.

Vio su primera luz en el hacinamiento de ese campamento luego de que sus padres tuvieran que dejarlo todo en Congo a causa de la guerra y cruzar la frontera hacia el enclave de Cabinda –territorio aislado del resto de Angola, donde, por cierto, poco después del nacimiento de Camavinga se dio uno de los episodios más pavorosos en la historia del futbol: la Copa África 2010, cuando la selección de Togo fue atacada por un comando terrorista que buscaba reivindicar la independencia de Cabinda respecto a Angola.

Antes ha ondeado la bandera refugiada el lateral Alphonso Davies, medular para que el Bayern Múnich se coronara en la Champions 2019-2010, y con una historia parecida: nació en un campamento de refugiados de Ghana, a donde habían escapado sus padres a causa del conflicto en Liberia. O el capitán de Suiza, Granit Xhaqa, cuya familia tuvo que dejar Kosovo. O Steve Mandanda, campeón del mundo francés en el Mundial 2018, habiendo huido del interminable conflicto en la extinta Zaire en su niñez. O el sudanés del sur, Pione Sisto, quien declarara al anotar su primer gol para la selección danesa: “Hoy he dado la victoria a Dinamarca. Alguna vez fui un refugiado”.

Existen demasiados ejemplos en el deporte, como en todas las áreas donde se hurgue, por la simple razón de que 84 millones son una barbaridad. Con semejantes números resultaría imposible que algún espectro de la vida no muestre la presencia de los refugiados.

Una vez detectados será imprescindible recalcar su historia, insistir en lo que es justo (que quien vive bajo riesgo de muerte cambie de país), exigir respeto e inclusión, quitar estigmas y prejuicios que absurdamente los criminalizan, enfatizar que los refugiados, como Camavinga, devuelven mucho más a su sitio de adopción que lo que recibieron al emigrar.

 

Twitter/albertolati

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