I used to think that the day would never come
That my life would depend on the morning sun
That the day would never come…
New Order
Y caminaron toda la noche… sin un rumbo definido, sólo la ciega fe de liberar el Santo Sepulcro de Cristo en poder de los infieles sarracenos, esos que con espadas curvas tomaron las calles y muros de la tres veces santísima Jerusalén; por sus doradas callejuelas, donde derramó su preciosa sangre Jesús, a diario corre la de los fieles cristianos, pasados a cuchillo por aquellos que no conocen al Redentor.
Por él y confiados en su guía y amor infinito caminaron toda la noche, y aún no se han detenido, porque en su fe llevaron su condenación.
En los lejanos años 60, el escritor Sergio Pitol deambulaba por las lóbregas calles de la Varsovia de la posguerra; como agregado diplomático de la embajada de México podía pasear por esas callejuelas que poco a poco se reconstruían tras el horror y el fuego.
Sombras atrapadas tras la cortina de hierro se cruzaron más de una vez en su camino. Susurros de una lengua que sólo se habla en un pequeño país colmaban sus oídos.
En esos andares Pitol dio con el café del Hotel Bristol, ahí, al fondo, rodeado de un corro de incondicionales, admiradores, copas y humo presidía un dioscuro: Jerzy Andrzejewski.
Para ese entonces, Andrzejewski ya era una leyenda en el bajo mundo de Varsovia y la literatura de su tierra. Era una voz autorizada entre todos los parias literarios de ese entonces, de aquellos que no escribían bajo el canón soviético, que no ensalzaban los logros del régimen, y por ende, desterrados.
Un hombre maduro, delgado, de ademanes atrayentes y voz cautivante. La sensualidad que su ser desprendía no podía admitirse en una de las naciones de la virilidad soviética. Ante esa personalidad magnética fue atraído Pitol.
En una de aquellas noches, Pitol habló con Jerzy, autor de una de las novelas más extrañas e intrépidas de la literatura: Las puertas del Paraíso. La cual tradujó.
Y de la que dice “la novela se compone de dos frases únicas, la primera consta de ochenta y dos páginas, la otra de sólo cinco palabras. Y en esa primera interminable frase se vislumbra una historia oscura, compleja, oscura”.
El polaco se había inspirado en la Cruzada de los niños de Marcel Schwob, inspirado a su vez en la Cruzada de los niños, aquella real/ficticia caminata de pequeños europeos que intentaron salvar el sepulcro de Cristo y liberar a la Santa Jerusalén con su inocencia y fe, en las que iba su condenación.
La cruzada de Marcel se construye con base en los testimonios de todos aquellos que se encuentran con los pequeños. Cada testigo aporta o quita una parte al relato general, las dudas saltan sobre el hecho concreto ¿quiénes iban en ese grupo y a qué? Años después, en 1959 el polaco publicó Las puertas.
Pero antes había lanzado Las tinieblas cubren la tierra, una invectiva contra el estalinismo y su reinado de intimidación. Con el trasunto de la Inquisición española y Torquemada el autor logró criticar al gobierno en turno, con tal maestría que los críticos y la censura quedaron confundidos. Se volvió una presencia incómoda.
En la obra, los polacos reconocían la crueldad del tiempo que vivían, su miseria, la carencia de escrúpulos, las acechanzas, los castigos atroces…
Sobre él, Pitol dice “No buscaba adular al gobierno, ni a la Iglesia, ni a la derecha. Su valor parecía suicida. La prueba de ello no era sólo estas novelas, sino también muchos de sus desplantes, tanto públicos como privados, sus declaraciones, los documentos que ostentaban su firma”.
Y caminaron toda la noche.
La marcha ya lleva varios días, una noche, el viejo sacerdote que aspira a morir en Jeresulén sueña con dos pequeños, el mayor, ciego, guía al pequeño que agoniza de sed a las puertas de ciudad santa. El sueño es premonitorio.
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El cura repara en que hay pecado en el contingente y decide la confesión general para evitar alguna mácula.
La confesión es la que da marcha al relato: en ese extraño centro se conjugan las pasiones, el amor, la locura, el horror, la fe y la condena. La absurda ilusión de la absolución.
Al final deja a los líderes, cuatro que son guiados por el pastor, Santiago el iluminado, mismo que una noche escuchó una voz que le decía:
“Dios todopoderoso me ha revelado que frente a la insensible ceguera de los reyes, príncipes y caballeros es necesario que los niños cristianos hagan gracia y caridad a la ciudad de Jerusalén, en manos de turcos infieles, porque por encima de todas las potencias de la tierra y del mar sólo la fe ferviente y la inocencia de los niños pueda realizar las más grandes empresas, tened piedad de la Tierra Santa y del Sepulcro solitario de Jesús…“.
Guiados por la fe y la esperanza, los niños emprenden el camino.
Santiago de Cloyes el pastor, es custodiado por Alessio de Melisseno, quien cada noche se acuesta con Maud, quien ama a Santiago, Roberto ama a Maud, Blanca se acuesta con Alesio, Alesio ama a Santiago… y la marcha continúa.
El sacerdote busca el pecado para expiarlo y en la búsqueda asistimos a una narración febril, sin puntos y aparte, sin punto y seguido, una concatenación de monólogos, que por nigromancia da la impresión de avanzar, como la marcha.
En el tercer día de la confesión, el sacerdote camina junto a Santiago y al escuchar su parte del relato se horroriza. El iluminado no puede ser absuelto.
El centro de la novela cambia constantemente pero se fija a la principal obsesión del autor, la lucha entre el instinto, fe y razón que Andrzejewski considera esencial en la obra de Dostoievski, resuenan desde el siglo XII hasta la Modernidad.
El único testigo, el sacerdote trata de detener el horror pero no puede porque “no es la mentira sino la verdad lo que asesina la esperanza”.
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“¿tendrá esa marcha que avanza ciegamente entre cánticos y bajo palios y cruces hacia un fin imposible que la razón rechaza algo que ver con la trepidación que ha agitado nuestro siglo, donde la grandeza de los ideales conduce a finales desastrozos y la marcha continúa sobre los cadáveres de los lúcidos?”.
Escribió Pitol 30 años después de traducir el libro.
LV