En aproximadamente 13 meses, el mundo podría experimentar un cambio radical de consecuencias impredecibles. El cambio no será positivo.
El regreso de Trump y la previsible victoria de su movimiento en las elecciones intermedias en noviembre de 2022 en Estados Unidos. El líder absoluto está listo para presentarse de nuevo como candidato a la presidencia en 2024.
Con la irrupción de Trump en el escenario político americano en 2015, emergió con toda su fuerza la desilusión y enojo de la sociedad norteamericana y el resurgimiento en muchos países del mundo de los liderazgos carismáticos. Pensábamos que éstos no tendrían ninguna oportunidad de ser elegidos en sociedades desarrolladas como la norteamericana. ¿Inocencia o negación?
Desde ahora Trump y sus aliados están ya preparando su regreso, sea como sea.
El 6 de enero de este año, atónitos, vimos cómo, instigados por Trump, sus seguidores asaltaban el Congreso de Estados Unidos. Si esto ya era de enorme gravedad, lo fue aún más que Trump no pudo ser juzgado por sedición. Avalado por el propio Congreso, salió impune. Así se inició la crisis que viene.
La Constitución americana no prevé reglas para evitar que desde el Poder Ejecutivo se encabecen abiertamente movimientos que puedan asaltar a los otros poderes: el Legislativo y Judicial. El resultado es una crisis constitucional sin precedentes.
Estamos siendo testigos -pasivos- de cómo estos líderes carismáticos, populistas, en el peor sentido de la palabra, llegan al poder mediante procedimientos e instituciones democráticas, y desde el poder, trabajan en construir un culto a su personalidad, identificar enemigos y proponer causas. Imponerse ellos, la primera de todas.
Esta clase de liderazgos tiene la enorme capacidad de representar los miedos y frustraciones de las personas que están en sus movimientos. Los representan porque manejan perfectamente bien sus mejores armas: la propaganda y la victimización.
Desde su presidencia, Trump, desvalorizó al Gobierno e impuso un liderazgo único, sustituyó al partido Republicano, por su movimiento –make America great again-, acorraló a las instituciones electorales y desconoció cualquier resultado que no le fuera favorable. Él o nadie.
Desde su Twitter y Facebook comunicó, casi obsesivamente, que no permitiría que su Gobierno fuera secuestrado por grupos fácticos, intereses oscuros, medios corruptos y causas inmorales. El liderazgo de Trump les ha dado a millones de americanos -ya no sólo blancos- un sentido de nueva identidad, y aún a costa de su propia seguridad personal, ellos están dispuestos a ponerse al frente del movimiento. Todo por la causa.
El culto a la personalidad no admite derrotas, por eso Trump no puede admitir la democracia ni la ley. ¡Muera la política, viva la ideología!
Trump se convirtió en el modelo a seguir de muchos líderes con características idénticas o muy similares; Bolsonaro en Brasil, los Kirchner en Argentina, Boris Johnson en Inglaterra, Sánchez en España, y un muy largo -y desafortunado- etcétera. Todos estos personajes vienen de procesos electorales legítimos, y están dispuestos, como sea, a destruir las instituciones democráticas.
En el caso de México, las semejanzas con este tipo de liderazgos son muchas y muy preocupantes. Hoy ya somos una sociedad dividida y confrontada.
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