Ay, las redes sociales. No podemos vivir con ellas, pero la idea de separarse por siempre resulta inimaginable. Una prueba de ello fue la parálisis ocurrida el 4 de octubre, en donde tres gigantes: Facebook, Instagram y WhatsApp estuvieron fuera de circulación por casi seis horas. El efecto colateral de su pausa nos demostró cuán inmersos estamos en el universo digital. 

Hasta ahora no he visto una forma más real de representar este caos como con el siguiente meme: la fotografía de unos cavernícolas con la inscripción de cómo nos sentíamos sin la presencia de estos aparatos. Porque, si nos ponemos a reflexionar en demasía acerca de la tecnología, nos daremos cuenta de nuestra dependencia. Cuando antes las personas debían ver cómo hacerle para ver en la oscuridad, después se inventaron las velas, y más adelante las bombillas eléctricas. Ahora nos es inconcebible imaginar un día entero sin microondas, televisión, licuadora, o una lámpara encendida antes de acostarse. 

Sin embargo, a diferencia de los inventos del pasado, este objeto abstracto nos causa malestares psicológicos, porque no representaba un escape de nuestra realidad. Mientras que los aparatos de antes se crearon con el fin de solucionar problemas mucho más sencillos, e internet, al atreverse a resolver embrollos dentro de la psicología humana–como la estabilidad emocional, la superación y el orgullo–en realidad puede provocar daños más graves.

Porque, ¿qué ocurre cuando no podemos evitar observar las stories de nuestrxs amigxs, “felices” viajando, casándose o simplemente en el ambiente ideal para su home office y sentirnos vacíxs? 

Muchas personas consideraron la caída de las redes sociales como una bendición. 

Porque hasta WhatsApp, la herramienta de comunicación más instantánea para resolver pendientes o atender urgencia, provoca depresión, por la constante necesidad de pertenencia, o de cuestionar cuánto tiempo se tarda en responder alguien nuestro mensaje. A diferencia de una llamada, mandar textos no necesariamente implica una respuesta inmediata, y menos cuando se trata de audios. Entonces comienza un juego de egos, de qué tanto se tarda uno en responder, y qué tanto estamos “ocupadxs” (sea real o no), solo por dignidad. Angustia. 

Vaya, hasta Instagram se da cuenta de sus efectos nocivos: por eso ya no podemos ver la cantidad de “me gusta” que tienen las publicaciones de otras personas, porque los números son íntimos de la comparación, y la tóxica competencia nos hace poner el foco en los tiempos de cada persona. 

Entre más podemos hacer con algo, más sencillo es usar mal esas herramientas. Y algo tan ambicioso como plataformas capaces de conectarnos con billones de personas no debe tomarse a la ligera.

Entonces la única solución viable a esta situación, para no quedarse fuera de universos con poblaciones tan grandes como un país desarrollado, es cuidar el tiempo de consumo, y mantener firme  la función de las redes: fortalecer, no romper. 

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