El pensamiento está sobrevalorado
Nacho Cóller
La mente humana es sin duda muy difícil de comprender, en la ciencia y en la experiencia propia. No hay consenso aún respecto de su naturaleza y sus alcances.
En ella encontramos todo lo que necesitamos para procesar nuestras sensaciones e interpretar lo percibido, elaborando ideas y creencias, simples o muy complejas, que nos harán sentir seguros, tranquilos, confiados, felices o todo lo contrario, que es lo más común.
Hoy la concebimos como lo más poderoso que existe, como la responsable de todo lo que nos pasa, bueno o malo, emocional y materialmente.
Su potencial destructivo ha sido aún más evidente que el constructivo. El tóxico que todos llevamos dentro es más dominante de lo que creíamos.
En nuestro afán por comprender la mente, científicamente la hemos delimitado a un objeto de estudio aprehensible: un producto de procesos neurobiológicos del cerebro, y la hemos fusionado con el concepto “conciencia”.
Es en el campo de la filosofía en el que nos hemos acercado más a su naturaleza, pero tan incomprensible sigue siendo que también se le confunde con la conciencia.
Y en esta confusión continúan la mayoría de las corrientes en ambas disciplinas. Es la moderna neurociencia la que más se ha acercado a entender la mente, y la física cuántica la que comienza a comprender la conciencia.
Fuera del ámbito de la intelectualidad, han sido los grandes maestros espirituales quienes han marcado claramente una distinción y, por tanto, explicado más profusamente qué es la conciencia y qué la mente.
Solo que a ellos nos les queremos creer, porque su propuesta principal es que lo discernamos nosotros mismos, de la única y aterradora manera posible: ir hacia nuestro desconocido interior sin GPS, atreviéndonos a sentir todo lo que haya que sentir sin reaccionar, solo observando. Es decir, dejar de huir de nosotros mismos.
No hay manual, solo recomendaciones, y una de ellas es hacer una distinción clara entre conciencia y mente. Digamos que la primera es omnipresente y la segunda específica.
La conciencia es universal y la mente individual. La mente es un procesador que le permite a la conciencia experimentarse a sí misma, en toda su diversidad en el cosmos. El programador, en la especie humana, es una entidad intermedia: el ego.
Decía David Hume, uno de los más grandes filósofos, que la belleza de las cosas existe en la mente. Pero, añado, no es ésta la que la experimenta, solo la hace aprehensible.
La conciencia es básicamente la capacidad de “darse cuenta”, que no tiene la mente, cuya naturaleza es la de pensar y pensar, a veces razonar, para organizar toda la información y hacer un “modelo de realidad”.
La mente existe dentro de la conciencia, y ciertamente está confinada a un ser sintiente, de sensorialidad limitada, que es su vehículo, pero no su creador. Ahí donde la conciencia encarne, funcionará una mente.
Todo es conciencia, pero no todo es mente. Incluso en los momentos en que estamos completamente absortos en un fragmento de realidad, material o mental, en el que se ha enfocado la mente, olvidados de nosotros mismos, hay conciencia, pero no experiencia, porque ésta es darse cuenta. La conciencia, además, puede enfocarse y experimentarse a sí misma.
La mente no solo procesa y organiza información como el ego le indica. Es el ruido interior del que la conciencia se da cuenta. A esto se le llama conciencia superior, pero hay una fase, digamos, más arriba, cuando nos damos cuenta de que nos estamos dando cuenta, es decir, cuando el observador es lo observado, y a eso se le llama conciencia divina, porque es en ese momento en que dejamos de ser un cuerpo, un pensamiento, una emoción, una circunstancia. Entramos al mundo de la comprensión sin necesidad de pensar o imaginar.
La mente nos hace humanos, la conciencia espíritus. Sentirse espíritu es la plenitud a que todos aspiramos, aunque no lo sepamos.
@F_DeLasFuentes
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