A principios de los dosmiles la escena para los aspirantes a cineastas era muy diferente. Caminábamos a la cola de la Cineteca como peregrinación a La Meca a conseguir boletos para la “Muestra Internacional de Cine”, era un evento único donde se podían ver aquellas películas que de otra forma eran imposibles de encontrar. Pues es que el internet con trabajos servía para mandar mails y si acaso leer el periódico.

Definitivamente no había Netflix, que creo que en ese tiempo era un servicio de videoclub por correo, sino que nos teníamos que conformar con Netscape, donde ver cualquier video, deja ya una película, se hacía por medio de un “módem”; arcaico aparato que se comunicaba telefónicamente con la World Wide Web por medio de extraños y robóticos sonidos dignos de algún androide de Star Wars, que le “hablaba” a la computadora en un extraño lenguaje de intercambio de datos, que siempre se rompía cuando tu mamá o papá querían usar el teléfono.

Salíamos de ver alguna joya del tipo Oldboy (2003), de Park Chan-Wook, y nos preguntábamos si realmente así era Corea del Sur; nos transportábamos a esa región lejana tan diferente de nuestra sociedad y tan familiar a la vez, mucho antes de la existencia del Juego del Calamar o Parasite.

Y, para los que pretendíamos dedicarnos a este negocio profesionalmente, nos poníamos a pensar cómo harían ellos para conseguir el dinero y filmar algo así. Si en Corea era igual o más difícil escribir un guión tan bueno que mereciera la pena ser filmado. Hacer que algún productor se interesara y bendijera al cineasta con su mágico poder para lograr conseguir el sueño que muchos de nosotros teníamos.

Específicamente en esas películas, habladas en algún idioma que no fuera inglés, recuerdo que mucha gente decía cosas del tipo: “A mí se me hace raro el cine cuando no es en inglés”, incluso de las películas habladas en español.

Las primeras veces que fui a los festivales internacionales de cine se decía que las películas en inglés eran el principio y el fin de aquello que se podía vender en todo el mundo. La única opción que tenía cualquier película de ser exportada y disfrutada por mercados internacionales.

La posibilidad de que una película se estrenara en el cine era casi la única manera de realmente “hacerla” como cineasta. Y sí, estoy de acuerdo, nada se compara a la experiencia de ver una película en una enorme sala con una gigantesca pantalla, la luz apagada y cientos de almas vibrando con las notas y las imágenes creadas en alquimia con reflejos de plata.

Sin embargo, hoy, los gigantes de la industria y el público son otros. Netflix, y en general los servicios de streaming, se dieron cuenta de que, tal como a los pocos que íbamos a la Cineteca, al resto de los mexicanos nos pueden encantar las películas o series coreanas. A los rusos les puede apasionar una serie sobre Luis Miguel, y a todos, eso sí, nos sigue emocionando ver historias. Buenas, bien contadas, que nos atrapen y nos hagan viajar y olvidarnos de nuestro día a día.

¿Volverán las salas de cine? Después de la pandemia y la Banda Ancha la verdad es que no sé de qué manera, pero estoy seguro de que sí. Lo que es un hecho es que el mundo de la distribución cinematográfica se ha deshomogeneizado. Perdimos la magia de la sala oscura de cine, pero ganamos a cambio, una diversidad infinita, un mundo inabarcable de historias donde nos damos cuenta de que el cine es y puede ser tan bueno aquí y en China.

 

@pabloaura