Conozco talentos extraordinarios para enfrentar el reto de convertir el Buen Fin no en el gasto desaforado e inútil que implica para la mayoría de los mortales, sino en una espléndida inversión en términos de calidad de vida. Seguro que conocen a alguien así:
—Qué onda. ¿Compraste algo en el Buen Fin?
—Claro. ¿No viste las promociones de vuelos? Por cinco mil pesos, conseguí cuatro boletos business para Navidad. Me llevo a la familia a París. Además, me dieron cuatro millones de puntos en la tarjeta. Con eso pagué el hotel.
No es mi caso. Todo lo contrario. Yo soy de los que ven las ofertas en líneas aéreas, le pican en donde dice “Vuelos a Europa desde 100 USD”, piensan: “Voy a aprovechar para que mis hijos conozcan Roma”, marcan las fechas de ida y vuelta en rigurosa clase turista y, ya que los de la aerolínea le suman los extras por las cuatro maletas, los cuatro equipajes de mano, el derecho a estar en la fila 14 en vez de la 36 y los impuestos, aparece algo como esto: “Total: 197,519.54 MN”, con escala de 28 horas en Venezuela.
Sí, mi historia en el Buen Fin es una historia de frustraciones. Un año compré una cafetera. No me gusta mucho el café americano, pero me pareció un detallazo con los invitados a desayunar a casa. Nunca he tenido invitados a desayunar. La cafetera sigue en su caja. Otra vez intenté con el alcohol. Con el tequila, específicamente. Busqué el Reserva de los González, el Siete Leguas, el Cascahuín, por supuesto siempre blancos. Todo agotado. Terminé por pedir una caja de una cosa muy cara que huele pero, sobre todo, sabe a geranio. La caja sí se acabó, porque el alcoholismo de mis amigos no se detiene ante nada, pero las burlas siguen y seguirán ahí, en mi alma.
Así, he fracasado con la ropa deportiva (invariablemente, queda o en tallas XS y XXXL, o en azul moteado de rosa), el jamón ibérico y los sacos ingleses (no los he encontrado, ni al uno ni a los otros, en promoción), mientras ciertas amistades presumen una SUV del año por el precio de un sillón, 10 años en un gimnasio de alta gama por 10 mil pesos, con una gorra incluida, o una barra de caoba coronada por cuatro botellas de coñac. Y la estocada final: “A ver cuándo te vienes a la casa a estrenarla. Nada más no traigas ese pinche tequila”.
Fue esa cadena de derrotas la que me hizo alejarme del Buen Fin durante la pandemia. Pero estoy de vuelta, y creo que, finalmente, di un campanazo y terminé con la racha de gastos absurdos. Este año compré una sandwichera.
@juliopatan09