El antiguo edificio, ubicado en un barrio acomodado de Johannesburgo, solo ha conservado su fachada blanca. El interior, lleno de luz natural gracias a sus numerosos ventanales, ha sido totalmente remodelado. En los últimos años, algunos ocupas se habían instalado en la residencia.
Mandela, a menudo llamado cariñosamente Madiba o Tata — apodos que se han convertido en los nombres de las habitaciones– se trasladó allí poco después de salir de la cárcel en 1990. Pasó ocho años en esta casa, antes de mudarse a otra una calle más lejos con su última esposa, Graça Michel.
“Cuando llegó, fue a tocar a todas las puertas de sus vecinos para presentarse e invitarlos a un té”, cuenta el director Dimitri Maritz. “Un vecino chino no lo reconoció y lo echó. Cuando se dio cuenta que había cerrado la puerta a Mandela, ¡se mudó!”, agrega entre risas, sin excluir que puede tratarse de una leyenda urbana.
La suite presidencial del hotel era el cuarto del expresidente, conocido por su lucha contra el apartheid, el sistema de segregación racial instaurado formalmente en el país.
Todavía pueden verse los grabados de su nieto, su número de prisionero en Robben Island 466/64 y la palabra “Madiba”.
El establecimiento abrió en septiembre y se llama Sanctuary Mandela (Santuario Mandela en inglés) para que los clientes puedan inspirarse de la tranquilidad y la energía positiva del líder fallecido.
Liberado a los 71 años, el exenemigo público número uno quería disfrutar de las cosas más bonitas de las que se había visto privado durante sus 27 años de prisión, como relata en su autobiografía.
La alegría de sus nietos, la belleza de una rosa, un sorbo de vino dulce del Cabo.
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Ni museo, ni mausoleo
“Era un jefe sencillo, directo”, recuerda con emoción su cocinera Xoliswa Ndoyiya, que le preparó platos durante unos veinte años y es hoy la responsable del restaurante. El menú se inspira de sus platos favoritos.
“Era fácil de complacer. No le gustaba comer mucha grasa. Ni el azúcar. Pero sí le gustaba la fruta, en abundancia, en cada comida”, señala la mujer, que pertenece a la etnia xhosa como su exjefe, “que era más bien un padre”.
Si Ndoyiya intentaba complacer a sus invitados con un plato que no le gustaba a Mandela, le preguntaba: “¿Por qué no me das de comer bien?”. Y ella, “se sentía culpable”.
Lo cuenta sonriendo, mientras recuerda a Mandela comiendo un plato de pollo: “Le gustaba comerlo hasta el hueso”.
También sabía “poner la gente en confianza, tratarnos como si fuéramos de la familia”, dice, antes de soltar una lágrima.
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La dirección quiere conservar “una atmósfera de casa”, lejos de un museo o de un mausoleo. Fotos y grabados muestran a Mandela haciendo el payaso para divertir a un bebé o de pie con los brazos abiertos leyendo un periódico.
“Tenemos mil anécdotas sobre Madiba y referencias por toda la casa, pero solo se las contamos a los invitados si nos hacen preguntas”, explica Maritz.
El director quiere que los clientes lleguen a la casa por Mandela y que regresen por el lugar. Su objetivo es reflejar dos calidades esenciales del expresidente sudafricano: “la humildad y la elegancia”.
JC