Solo eres responsable de tus decisiones, no de las ajenas
Bernardo Stamateas
¿Conoce usted a alguien que, en lugar de acusar a los otros de por la forma en que se siente, asuma la responsabilidad por sus emociones y reacciones?
Alguien que al comunicarse con sus seres queridos les diga: cuando dices o haces esto, yo me siento de esta manera, en lugar del clásico: es que tú…
Es muy difícil, ciertamente, porque para ello se requiere haber desarrollado la habilidad emocional de reconocer que la forma en que nos sentimos es una elección propia y no una condena que otros nos infligen con su comportamiento, sus emociones y sus palabras.
Manejar esa verdad es para gente templada y, sobre todo, que haya aprendido a liberarse de la culpa, pues, asumiendo la responsabilidad de sí misma, sabe que tampoco es culpable de lo que piensan, sienten y hacen los demás.
La culpa, efectivamente, es producto de un esquema de relaciones en el que nos acusamos unos a otros de hacernos sentir mal o bien.
Me haces enojar, me sacas de quicio, me desesperas, etc., es la fase negativa de esta dependencia emocional, de cualquiera que sea la persona con la que tengamos una relación cercana.
Lo que comúnmente consideramos amor, es el falso aspecto positivo, ya que la dependencia a este grado en ningún caso es buena, aunque sea la esencia de casi todas nuestras relaciones. No sabemos amar si el otro no cumple nuestras condiciones. Así de fácil y aterrador.
Así fuimos educados. Nuestros padres depositaron, en la mayoría de los casos, la responsabilidad de su bienestar o malestar emocional en nuestro comportamiento cuando éramos niños. Nosotros, en nuestra inmadurez, la tomamos, y aprendimos entonces a sentirnos culpables por no complacer a alguien.
Mientras más responsables nos sentíamos de la infelicidad o la insatisfacción de nuestros padres, mayor era la necesidad de complacerlos y, por supuesto, la culpa por no hacerlo. Luego trasladamos esa carga a otros.
La culpa, por otra parte, conllevó siempre alguna clase de castigo en nuestros años críticos de formación, ya fuera abierto, como las prohibiciones de salir con amigos y los golpes; ya solapado, que resultaba ser por supuesto el más dañino y doloroso, el causante de los traumas, como los gritos, las acusaciones constantes, el maltrato físico sin motivo aparente, la frialdad, la descalificación, la invalidación.
Todo ese esquema de educación en casa nos ha hecho una humanidad cuya motivación para actuar de manera correcta o incorrecta no es otra que la de evitar la culpa, pues el miedo al castigo es uno de nuestros más grandes tormentos mentales.
Así es como nos volvimos altamente manipulables por cualquiera que quiera hacernos sentir mal por la desdicha y los problemas de otros, por no ser como debiéramos, por no hacer lo que tendríamos que hacer, etc.
Si la culpa tiene una, por muy pequeña que sea, faceta positiva, es la de ser una moduladora social: nos frena antes de que dañemos a otros. Pero en la vida privada nos paraliza, nos arrebata la autoestima, nos debilita.
Usted podrá darse cuenta de cuán tóxica es la culpa si la compara con ese acto íntimo de contrición que se llama remordimiento, porque trae aparejado un sincero arrepentimiento, es decir, un reconocimiento llano de que hicimos mal, sin duda alguna.
En cambio, con la culpa siempre hay duda, una lucha mental entre el que se autoacusa y el que se defiende. Las voces internas en pugna. Sufrimos como consecuencia de la confusión y entramos en ansiedad. Este conflicto no se presenta con el remordimiento, aunque sí el dolor genuino, la tristeza y un gran deseo de reparar el mal si fuera posible.
Los remordimientos en nuestras vidas son unos cuántos, identifíquelos, aíslelos del estado casi permanente de culpa en que navegan sus emociones. Háblelos con la persona adecuada, libérese. Su vida comenzará a transformarse de manera sorprendente.
@F_DeLasFuentes