México y Estados Unidos están renovando sus relaciones bilaterales con un nuevo enfoque. La transformación política de nuestro país en 2018 y la transición de derecha a centroizquierda en nuestro vecino del Norte han reorganizado las prioridades de los respectivos gobiernos, y también reforzado los principios de reciprocidad y de respeto a las soberanías.

La presentación de una reforma constitucional en materia eléctrica por parte del presidente Andrés Manuel López Obrador causó preocupación al Gobierno estadounidense, debido a dos aspectos principalmente. El primero, la seguridad de sus inversiones; el segundo, el combate conjunto contra el cambio climático.

La visita a nuestro territorio hace unas semanas de la secretaria estadounidense de Energía, Jennifer Granholm, así como la de este miércoles de John Kerry, enviado presidencial de esa nación para el clima, ambos acompañados de Ken Salazar, embajador de la Unión Americana en nuestro país, son la prueba de que la Casa Blanca se encuentra pendiente del futuro energético de la región, pero en toda ocasión se ha mostrado respetuosa de nuestro derecho a legislar, tal como se establece en el mismo Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá.

La solicitud de que el mercado energético continúe abierto no se ve amenazada por la iniciativa de reforma presentada, como tampoco se generan beneficios indebidos o discriminatorios para la inversión proveniente del exterior. El 46% del mercado será de libre competencia para inversionistas nacionales y del extranjero. La convencionalidad de la iniciativa —para quienes comulgamos con la urgencia de reformar los artículos 25, 27 y 28 de nuestra Constitución— está garantizada.

La necesidad de dar marcha atrás a la reforma energética aprobada en el viejo régimen radica en la fallida implementación de los negocios a los que dio lugar, tanto para la Comisión Federal de Electricidad como para la autosuficiencia energética, el abastecimiento y las tarifas para las familias mexicanas.

Por otro lado, el compromiso de nuestro país con la transición hacia las energías limpias tampoco debe estar en duda. En 2020, México reafirmó su intención de reducir en un 22% los gases de efecto invernadero y en un 51% el carbono negro de manera no condicionada, que se podría aumentar hasta un 36% y un 70%, respectivamente, objetivos a los cuales se alinea la actual política energética, con decisiones como no extraer más petróleo que el indispensable para satisfacer la demanda nacional.

El debate entre quienes apoyan y quienes se oponen a la reforma eléctrica debe gozar de madurez política para poner en el centro de la discusión los intereses de México, entre los que se incluye el cuidado al medio ambiente, así como para generar los cambios a la iniciativa que sean pertinentes para ofrecer seguridad a las inversiones y reforzar el combate contra el cambio climático.

Reconciliar la apertura del mercado, la competitividad, la seguridad energética y el rescate de las empresas mexicanas del plan de desmantelamiento es un reto que en el Congreso de la Unión deberá unir a las distintas fuerzas políticas, con el apoyo de la sociedad en su conjunto.

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