GUADALUPE GÓMEZ-AGUADO DE ALBA
A propósito del reciente Día Internacional de la Mujer, vale la pena reflexionar cuánto han cambiado las concepciones sobre las mujeres en las sociedades latinoamericanas. Para ello podemos hacer un viaje al siglo XIX, una época en la que, si bien hubo muchos cambios políticos, económicos y sociales, ello no dio a la mujer un mejor papel entonces.
Los avances liberales y reformas políticas que se instrumentaron en muchos países de América Latina no cambiaron la visión tradicional sobre el papel que las mujeres debían jugar. A principios del siglo XIX, y ya avanzada la centuria, la posición social marcó una diferencia en cuanto a la participación femenina en la vida pública. Frente a aquéllas que debían trabajar porque no tenían suficientes ingresos para mantener a sus hijos o para su propia subsistencia, estaban las que se dedicaban al hogar y llevaban a cabo la labor más importante desde la visión moral de la época: la maternidad. Así, los roles fundamentales eran los de esposa y madre.
La función materna implicaba una dependencia respecto de los varones y excluía a las mujeres del ámbito público, incluso del claustro, ya que la castidad de la vida religiosa las alejaba del rol de madres de familia. La necesidad de un cambio que adecuara a las mujeres a los requerimientos de la vida republicana era explícita: debía ser digna esposa de los nuevos ciudadanos. Su papel como persona o como ciudadana seguía siendo soslayado por el sistema dominante. Algo similar sucedía con la mujer trabajadora: había mayor participación en la producción, pero su trabajo no podía verse como un elemento liberador.
Hacia las últimas décadas del siglo XIX, el papel de la mujer en la relación de pareja se expresó en la posesión y dominio del hombre sobre la entrega y sumisión femenina. La mujer debía profesar un amor espiritual, cercano a lo religioso y moral, y la pureza y la honestidad serían cualidades esenciales en una señorita decente. La maternidad redimiría a la mujer de la pérdida de la virginidad. Cuando se instituyó el matrimonio civil y se promulgaron los primeros códigos civiles, a los hombres se les reconoció el deseo sexual, mientras que a las mujeres se les limitó al papel reproductivo en el ámbito familiar y se castigó con severidad su adulterio. La legislación liberal no favoreció a las mujeres, al contrario: el marido sería el administrador de los bienes, el representante legal de la mujer y ésta no podría actuar por cuenta propia.
La idea dominante fue que la mujer era un ser más débil, su vida era más corta, envejecía prematuramente por el parto y la lactancia, de modo que no podía bastarse a sí misma y debía depender del varón, “cuyo brazo habría de ser a un tiempo su escudo y su sustento”. Como la violencia contra las mujeres era muy común en la época, se recomendaba a los varones que se moderaran y no ejercieran su autoridad mediante malos tratos. Es claro que conforme avanzó el siglo XIX las concepciones sobre el papel social de las mujeres no cambiaron significativamente, se las siguió considerando débiles y necesitadas de protección. Tendrían que pasar muchas décadas para que las cosas cambiaran y las mujeres comenzaran a ocupar cada vez más espacios en los ámbitos laborales, político, social y educativo.