Las decisiones del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, como ha pasado antes, atrajeron la crítica de organismos protectores de los Derechos Humanos. Y es que en dos días se reportaron 76 homicidios en el país centroamericano, y esa fue la gota que derramó el vaso, provocando que el mandatario solicitara al Parlamento su respaldo para la instauración del estado de excepción y movilizara a la Policía en contra de presos integrantes de las pandillas involucradas.
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El gobierno activó también un sistema de exhibición (y chantaje) en redes en el que, desde las cuentas oficiales, se comparten imágenes y datos de quienes son detenidos por vínculos con la Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18, las pandillas señaladas como responsables por la ola de violencia en el país.
Pero lo que más atrajo las críticas de otros mandatarios y organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, de la OEA) es lo que sucede en las prisiones, donde las pandillas tienen a más de 16 mil miembros recluídos, y cuyo bienestar es utilizado por el gobierno de Bukele como moneda de cambio para conseguir la paz en la vía pública.
Un día después de instaurar el estado de excepción, el Presidente dio un ultimátum a las pandillas: “Paren de matar ya o ellos la van a pagar también”, publicó desde su cuenta en Twitter, y acompañó el mensaje con un video de la redada en una cárcel donde los agentes sacan a los presos semidesnudos de sus celdas, los fuerzan a correr y los revisan en los patios.
En los hechos, las órdenes de Bukele vulneran más de una de las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos -reglas “Nelson Mandela” de las Naciones Unidas-, organismo del que el país forma parte; sin embargo, al ser ejecutadas dentro del marco del estado de excepción, que restringe las libertades civiles y amplía los poderes de la Policía y el ejército en el control del orden público, los límites se desdibujan.
CON INFORMACIÓN DE AGENCIAS
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