En el contexto de los recientes foros organizados por las distintas fuerzas políticas en torno a la eventual reforma electoral, no sólo se perfilan propuestas, iniciativas o proposiciones relacionadas con la necesidad de fortalecer las instituciones de representación política; sanear los vicios partidistas; garantizar la objetividad e imparcialidad de los árbitros del sistema electoral o reducir considerablemente los costos asociados a los comicios.
Existe también una gran preocupación por elevar la calidad de los índices democráticos; transitar a un esquema de participación ciudadana expedita y abonar al régimen de libertades, mediante la procuración de una mayor autonomía de las y los gobernados. Situaciones complejas, pero realmente indispensables para evitar retrocesos del Estado mexicano.
Hasta ahora no se han institucionalizado suficientemente los mecanismos de accountability horizontal, en términos de Guillermo O´Donnell, relacionados con las diferentes facultades de fiscalización, control o supervisión de los organismos o aparatos gubernamentales que, en un sistema de pesos y contrapesos, pueden procurar el necesario equilibrio entre los poderes constituidos del Estado, evitando así el abuso de poder o su excesiva concentración en figuras específicas.
Así pues, el accountability vertical al que hace referencia ese mismo autor, cobra aún mayor relevancia, puesto que se trata de los ejercicios democráticos en que interviene directamente la ciudadanía, principalmente a través de los comicios, y en los cuales no sólo se pone en juego la posibilidad de elegir a las y los distintos representantes políticos que ocuparán los órganos de toma de decisiones, sino que, aun de manera indirecta, se lleva a cabo una especie de escrutinio público para juzgar a representantes del Gobierno saliente o a aspirantes que pretendan la reelección.
Para transitar en esa vía existe una coincidencia importante entre los diferentes proyectos de reforma electoral respecto a la utilidad del voto electrónico. Es decir, la posibilidad de sufragar de manera virtual, a la distancia, desde un dispositivo electrónico (computadora personal, tableta, celular, etc.), con las medidas de seguridad, certeza y confiabilidad adecuadas.
La institucionalización de esta figura reduciría de manera sensible el costo de las elecciones territoriales y presenciales (hasta en un 80%), se ampliaría el espectro de lo que la ciudadanía puede elegir y se facilitaría el uso de instrumentos de la democracia participativa directa que hoy parecen letra muerta, como la iniciativa popular, el referéndum, el plebiscito, la consulta ciudadana y la revocación de mandato.
Incluso permitiría expandir las posibilidades de garantizar los derechos político-electorales de grupos poblacionales históricamente excluidos, ya sea por barreras físicas, sociales, económicas o legales, como las y los connacionales en el extranjero, las personas con discapacidad, las comunidades indígenas o jóvenes de 16 y 17 años de edad que ya demandan participar.
Sin embargo, antes resulta indispensable cerrar la brecha digital en nuestro país, universalizar el acceso a internet, garantizar la asequibilidad de los dispositivos electrónicos para toda la población y procurar el desarrollo de las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC).
Por otro lado, no se puede soslayar la necesidad de disponer de los estándares de seguridad cibernética más desarrollados en este momento, aunque ello debe ir acompañado de una serie de esfuerzos técnicos, jurídicos, políticos e institucionales que procuren una adecuada reconfiguración de los árbitros electorales.
Sin la suficiente transparencia, certeza o confiabilidad en el escrutinio, el cómputo o la validación de los distintos procesos comiciales, las potenciales ventajas del voto electrónico se perderían. Además, en los ejercicios de participación, el uso de plataformas digitales y de las TIC debe ser mediado indefectiblemente por censores caracterizados por su total probidad.
Asimismo, para potenciar los efectos positivos del voto electrónico, se debe considerar su implementación en los procesos internos de los partidos políticos, que han devenido en un abanico de prácticas de desaseo, dejando de lado su papel como instituciones de interés público y pilares de los derechos políticos.
Cabe recordar que autores como Robert Dahl ya han hecho hincapié en que donde se presenta un sistema capitalista de libre mercado las personas que componen o integran la base social pueden gozar de diversas motivaciones, inquietudes, necesidades, o aptitudes que las diferencian y que pueden resultar determinantes para configurar los campos organizacionales o el tejido social. Así, los roles, los cargos o la influencia de los agentes varían en función del capital político, social, económico, simbólico o cultural de cada uno de éstos.
Sin embargo, iniciativas así no se pueden plantear de manera descontextualizada; resulta relevante el saneamiento de la vida interna de los partidos, la infalibilidad de los árbitros electorales, el cierre de la brecha digital en el país y, sobre todo, el acceso equitativo a las oportunidades de desarrollo.
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